Reseña del libro «El infinito en un junco» de Irene Vallejo. Por Paqui Bernal.

“El infinito en un junco” debe de ser el libro que he encontrado más difícil de reseñar, por lo completo que es y lo diferente de otros ensayos. Así que he decidido comentar ciertos capítulos que me sorprendieron por el contenido o por la forma en que Irene Vallejo los trata.

Lo primero que llama la atención es precisamente eso, cómo la autora ha conseguido escribir un texto que reúne multitud de aspectos del mundo de los libros y darle tanta coherencia.

El libro describe la relación del hombre con la escritura y la lectura, abarcando desde el inicio de la Humanidad. Primero la tradición oral: se recitaba de memoria, se creaba tensión con un gran dominio de las pausas, el orador personalizaba el texto para agradar a los oyentes y respetaba poco la autoría de aquello que recitaba. Sólo intentaba recordar mínimamente las historias, y gracias a eso nacieron la poesía y su ritmo. Parece increíble que la poesía se originase así, ¿no?

La autora nos relata la búsqueda de materiales donde reflejar las ideas y el tratamiento de esos materiales. Pasa por las tablas de arcilla, el papiro, las pieles de animales, incluso toma en consideración los tatuajes -en los que ella ve una fe ancestral en el aura de las palabras-.

Y es que durante todo el libro, Irene Vallejo imprime una épica especial a cada pasaje, desde el más divulgativo al más poético. Tal vez la autora se dejó contagiar por la épica real que existió en torno a los libros, ya que -según nos cuenta- tuvieron lugar verdaderas guerras y luchas de poder con el objeto de conseguir ejemplares valiosos y de construir grandes bibliotecas. Poseer libros y, a través de ellos, el saber era un signo de poder. Hoy en día, en la época del “relato” -del discurso falaz utilizado para manipular-, a muchos les resultará chocante el valor que se daba al saber en las Edades Antigua y Media.

Explica Irene Vallejo cómo en nuestros días se conservan vestigios de esa adoración por los libros, especialmente en ciudades como Florencia u Oxford, donde se somete al investigador a varios registros y a fuertes medidas de seguridad para preservarlos con todas las garantías.

Tal vez la adoración por el saber dio paso poco a poco a un mayor placer en imaginar y sentir. Es una interpretación mía del hecho de que -como nos recuerda la autora- en Grecia la lectura no fuese individual, de que el actor leyese en voz alta y sin puntuación, protagonizando una celebración comunitaria y en absoluto íntima. Porque ha sido después, al convertirse la lectura en una actividad privada, cuando el lector ha podido crear un mundo paralelo a la realidad mientras leía.

Se me ocurre que, en el siglo XXI, esa parte de población que ha sustituido la lectura de libros por la actividad en las redes -en cierta forma- han regresado a la época oral, al evento comunitario y a la performance única.

En cualquier caso, “El infinito en un junco” es una obra que ensimismará a miles de lectores, y especialmente a los historiadores, a los amantes del mundo clásico y a los aficionados al ensayo.

En cuanto a mí, si tuviese que elegir un solo capítulo y un solo párrafo de esta obra impresionante, me quedaría con el capítulo 33 de la primera parte. Leed esto y decidme si no es precioso:

Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda, yo su público fascinado… Porque sólo veía líneas llenas de patas de araña que se negaban a decirme una mísera palabra… Leer era un hechizo, sí; conseguir que hablasen esos extraños insectos negros de los libros, que entonces me parecían enormes hormigueros de papel.

Por Paqui Bernal
@_PaquiBernal

Título: El infinito en un junco
Autor:  Irene Vallejo
Editorial: Siruela
ISBN: 978-8417860790
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Paqui Bernal
Paqui Bernal es una escritora nacida en Andalucía. Publicó su segunda novela, “La mirada vaciada” (Nova Casa Editorial) en abril de 2021. También es autora de varios cuentos y artículos de prensa. Licenciada en Filología, estudió el Máster en Creación Literaria en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.