Pequeñas elecciones

Se me tensaron los músculos, una sensación de rubor me recorrió todo el cuerpo como un escalofrío, me temblaban las manos, las lágrimas caían por mis mejillas y una sonrisa de lado a lado se dibujaba en mi rostro. Estaba emocionado, mi hijo acababa de pronunciar su primera palabra, algunos dirían que mi reacción es exagerada, pero hay que conocer mi historia, lo difícil que ha sido llegar hasta este momento.

Eran apenas las ocho de la tarde, acababa de llegar de la oficina de correos dónde llevo trabajando más de nueve años. Como cada día después del trabajo, al entrar en casa, lo primero que hacía era ir a ver a mi hijo. Se llama Luís, en honor a su abuelo.

Tenía ya 10 meses, ese día le miraba embobado, le hacía bromas y juegos con sus muñecos, hablándole con cariño, cuando de repente dijo su primera palabra. Para mi sorpresa, no fue papa ni mama, sino agua. ¿Cuántas cosas pasaron por mi cabeza? Fue una sensación increíble. Llamé a voz en grito a mi mujer, Lola, para compartir juntos este momento.

Había tenido mi primer hijo con apenas treinta años ¿Quién me lo iba a decir cuándo tenía 18? Tenía, por entonces, una vida desordenada y abocada a la autodestrucción, mis padres no sabían que hacer, hicieran lo que hicieran, yo nunca les hacía caso, estaba demasiado ocupado con mis cosas y me juntaba con gente que era como yo o peor.

Habían pasado mínimo ya un par de horas, el niño estaba acostado y mi mujer estaba dormida, pero yo no podía relajarme. Tumbado en la cama, rígido, con los ojos abiertos, pensaba y reflexionaba sobre cuestiones varias. Podía oír, de forma clara, el sonido del segundero del reloj y los ruidos de los perros en la calle. Me puse, sin quererlo, a recapacitar y recordar cómo había cambiado tanto mi vida y, sobre todo, gracias a quién.

Sin mi abuelo Luis nada sería lo mismo, me ayudó a tomar las pequeñas elecciones que definen cómo es un hombre y qué tipo de vida y valores tiene. Vinieron a mi mente conversaciones y momentos del pasado…

 

*                                          *                                                                    *

 

Todos mis problemas me sobrevinieron cuándo un día llegué a mi casa y me encontré a mis padres desolados alrededor de la mesa caoba del comedor. Estaban con la cabeza gacha, los ojos enrojecidos y las caras desencajadas. Cuando me vieron les costó comenzar a hablar.

Mi madre, incapaz de contenerse, se fue corriendo a su habitación llorando y tapándose la cara para que no la viera en ese estado. Mi padre, se levantó y me dijo que lo acompañara a mi habitación.

Cuando llegué comencé a analizar todo lo que pudiera haber que me comprometiese, de repente lo vi, me quedé petrificado, era un chivato de pastillas amarillas ¿Cómo se me podía haber olvidado recogerlo? Mi padre no dijo nada, estaba agotado, me miró a los ojos, dio media vuelta y salió cerrando la puerta.

Allí me quedé, solo, de pie, tenso a más no poder, observando el chivato. Era una pequeña bolsita, con cinco pastillas amarillas que tenían forma de carita sonriente. Éxtasis. Llevaba un tiempo tomándolas de forma más que ocasional. La noche anterior estaba tan colocado que no fui capaz ni de guardarlas.

Esa mañana me levanté triste, sin ganas de hacer nada, con mono de tabaco, con el estómago cerrado y con una sed terrible. Las resacas de éxtasis son las peores, te producen hasta lagunas mentales. No me di cuenta de nada cuándo salí y dejé así las pastillas a la vista.

Al día siguiente la tensión se mascaba en el ambiente, mis padres me estaban esperando en el comedor a que bajase a desayunar. No tuve tiempo de nada, tras una serie ininterrumpida de gritos, me echaron de casa, no tuve opción ni de decir media palabra.

En el fondo les entiendo, me dedicaba solo a vivir la noche: alcohol, drogas, chicas y peleas. El objetivo era solo divertirme. Llegué hasta a dar palos para poder pagarme esa vida. Además, las compañías que frecuentaba no es que fueran las mejores. Dejé los estudios, por supuesto, y no busqué trabajo. Ser productivo no entraba en mis planes. Yo era feliz, pero a costa de destruir toda opción de futuro, estaba abocado a la ruina.

De la noche a la mañana, con 18 años recién cumplidos, me vi en la calle, decidí irme con la única persona que estaría dispuesto a ayudarme: mi abuelo Luís.

Siempre había apreciado mucho a mi abuelo, mis padres no se llevaban bien con él; mi madre pensaba que era como una pieza antigua de museo, que vivía en otra época; yo pensaba lo mismo, pero con el tiempo me daría cuenta de que era al revés; era él quién tenía las cosas claras y visión de futuro.

Había sido comunista toda su vida, incluso ahora en su vejez, a sus casi ochenta años, seguía haciendo cosas, mostraba una vitalidad que no era propia de alguien de su edad.

Me acogió con los brazos abiertos, pero no fue una acogida pasiva, no quería darme pescado, quería enseñarme a pescar. Quería ayudarme de verdad, que solucionara mis problemas por mí mismo.

Hablábamos mucho…

 

*                                                       *                                                                    *

 

—¿Te gusta la habitación que te he dado o necesitas algo más? —dijo el abuelo, mirándome a los ojos.

— No, abuelo, está perfecta.

—¿Qué plan tienes para mañana niño?

—La verdad es que ninguno, abuelo, no tengo muchas ganas de nada.

—Vamos a ver chaval, yo no quiero que me pagues nada por estar aquí, no me importa pagarte según qué cosas, hasta que levantes cabeza, pero te voy a exigir que seas productivo, que hagas cosas.

—¿Qué cosas? —dije alzando la voz enfadado, no tenía ninguna gana de hacer nada en absoluto.

—De momento quiero que leas, tienes que volver a coger hábito de lectura —dijo con voz firme.

—¿Leer? ¿Leer el qué? —dije yo.

—Lo que sea, me da igual, tengo libros de historia, de filosofía, de política y de novela de todo tipo. Sobre todo, de detectives y ciencia ficción. Quiero que leas tres horas todos los días.

—¡Pero eso es mucho! —dije yo con voz temblorosa—. No leo ese tiempo ni cada tres meses.

—Razón de más para que empieces ya. Además, quiero que entrenes. Te he apuntado al gimnasio de la esquina.

—¿Al gimnasio de la esquina? —dije yo muy alterado—. Llevo sin entrenar desde que dejé la ESO.

—Mañana empiezas. Ya he hablado con el monitor del gimnasio, que es amigo mío, y se va a encargar de que te espabiles de una vez.

—¿Y si me niego? —respondí de forma altanera.

—¿Y si me peleo contigo ahora mismo?

—Vale abuelo, siento contestarte así —dije, aunque en honor a la verdad lo dije porque veía muy capaz a mi abuelo de pegarme. Siempre había sido de armas tomar. Le tenía mucho respeto para enfrentarme a él, así que con resignación acepte hacerle caso, aunque fuera por un tiempo.

 

*                                             *                                                                    *

 

Habían pasado más de dos meses, mi abuelo no me dijo con quién debía juntarme o no, eso habría hecho que me alejara de él. Fue más sibilino, sé a ciencia cierta que todo lo había planificado, pero es algo que descubriría después.

Seguí viéndome con mis amigos de siempre, pero yo ya no podía llevar el ritmo de antes. Ellos vivían de noche y yo me levantaba cada mañana a las siete, sino lo hacía mi abuelo me levantaba por la fuerza, ese hombre no sabía aceptar un déjame en paz.

Mis padres me habían dejado hacer siempre lo que había querido, mi abuelo siempre protestaba diciendo que me iba a echar a perder, la palabra disciplina no existía en mi casa paterna. Sin embargo, para mi abuelo era algo que estaba en todas las cosas y que era necesaria en la cotidianidad.

Recuerdo que siempre decía que un joven en el que no se inculcan valores está muerto por dentro y condenado a destruirse. Que vivimos en una sociedad nihilista, que prima el individualismo y el egoísmo; que sin valores, sin principios, se está destinado al fracaso.

Pasé de vivir en el libertinaje y la anarquía, a tener, y al principio a sufrir, un modo de vida muy diferente.

Además, por las noches siempre estaba agotado, pues había estado entrenando gran parte de la tarde, así que cuándo mis amigos me llamaban para salir yo no podía, no me daba el cuerpo para seguir ese ritmo. Además, le cogí el gusto a entrenar, hice nuevos amigos en el gimnasio cuyo plan de vida era diferente al que tenía con anterioridad, de hecho, era incompatible.

Me fui distanciando de mis antiguos amigos, en realidad, ellos mismos me dieron de lado, ya no les era útil. No les gustaba tener un pepito grillo todo el día diciéndoles lo mal que hacían las cosas.

Dejé de beber y, por supuesto, de drogarme. De hecho, empecé a ver mejoras en mi cuerpo y en mi salud, comencé a hacer dieta para seguir progresando.

¿Quién me iba a decir a mí que lo que no consiguieron mis padres o los psicólogos lo conseguiría mi abuelo con métodos de la vieja escuela? Lo recuerdo y me entra la risa, mi madre lo tenía por un perturbado pero, sin ninguna duda, yo he comprobado que él era el más cuerdo de todos.

También progresé con la lectura, mi abuelo pretendía era que recuperara el hábito de leer, su objetivo era que volviera a estudiar. Si me hubiera intentado forzar a que retomara los estudios no lo habría conseguido, pero así, poco a poco, me fui enganchando, la lectura me llenaba de vida.

Empecé con novela, relato corto, revistas de historia, para pasar más adelante a los viejos libros de política, filosofía y economía que siempre me negué siquiera a mirar por mi odio hacia todo lo que oliera a política. Terminé cogiéndolos con fuerza, me fui politizando a la vez que me fui sacando poco a poco los estudios. Primero la ESO, luego bachillerato y después la universidad.

Cuando entré en la universidad ya estaba hecho todo un agitador ¿Quién me iba a decir a mí, que iba a terminar siendo uno de los referentes del movimiento estudiantil en la facultad? El día que me gradué en Filosofía, mi abuelo no podía estar más orgulloso, mis padres no podían creérselo, el viejo Luis había conseguido lo que no habían podido ellos. Me había convertido en alguien productivo.

 

*                                                         *                                                                 *

 

—Estarás contento, abuelo.

—Contento por ti.

—Estos siete años contigo han sido un poco de locos —dije.

—Yo solo te he visto mejorar, Manuel.

—Lo sé, pero creo que he tenido algo de ayuda —respondí con una amplia sonrisa-.

—En realidad creo que todo esto lo tenías diseñado desde antes —dije antes de que pudiera decir nada.

—¿Yo? ¿Diseñado?

—No te hagas el tonto, abuelo. Se perfectamente que a mis amigos del gimnasio los conocías de antes, al igual que al monitor.

—¿Y qué pasa con eso? A mí me conoce todo el mundo en el barrio chaval —dijo con una sonrisa en la cara, se notaba que estaba riéndose de mí.

—Lo de los libros, los horarios, el deporte, etc. Todo respondía a un plan. ¡No lo niegues!

—¿Ha funcionado? —respondió poniendo cara de interesante.

—Sabes la respuesta, abuelo.

—No sabes cuánto me alegro de que haya sido así. He visto durante años como te echabas a perder sin poder hacer nada. Pero de todas formas, has de saber que de todo esto, el único responsable eres tú mismo. Solo te hacía falta un poquito de ayuda.

—Abuelo, con todo el respeto, pero yo creo que ha sido un poco más de ayuda de la que dices.

—En absoluto Manuel, el trabajo lo has hecho tú, nadie más.

—Duro ha sido desde luego, pero gratificante.

—Solo te hacía falta un poco de impulso para que tú mismo tomaras las pequeñas decisiones que definen la vida de un hombre —dijo henchido de orgullo—. Yo solo te mostré un posible camino, el que abrazó tener una vida recta, disciplinada, con mentalidad crítica y sacrificada fuiste tú, nadie te obligó.

—Nadie me obligó, abuelo, pero sin ti no hubiera sido posible —lo dije mientras se me empezaban a caer las lágrimas de forma lenta por las mejillas.

—Gracias abuelo —dije mientras le abrazaba—. Gracias por todo.

 

*                                                     *                                                              *

 

Cuántos recuerdos de mi abuelo me vienen a mí cabeza, siempre estaré en deuda con él, diga lo que diga.

Me saqué una plaza en correos, en atención al cliente. Es un trabajo temporal, yo tengo otras metas en la vida, quiero ser profesor de universidad, quiero trasmitir a las nuevas generaciones lo que me trasmitió mi abuelo: valores, principios y un modo de ver la vida y lo que nos rodea más allá de lo que se ve a simple vista. Será un viaje largo, será duro, pero lo terminaré consiguiendo.

Es un buen trabajo, hago mucha labor sindical y me da para ir tirando, junto con mi familia, hasta que cumpla mi sueño. Mi abuelo está ya muy mayor, pero ahí sigue, tenemos la suerte de que la edad le ha permitido mantener su buena cabeza hasta en su vejez. Ya no puede hacer lo que hacía antes, pero sigue peleando, es incombustible, sigue adaptándose y haciendo tareas. Está muy orgullosos de mí, pero yo lo estoy aún más de él.

Cuándo empeoró su salud lo traje a vivir conmigo, así puede pasar más tiempo con su bisnieto. Creo que aceptó solo por eso, él sigue siendo independiente y jamás hubiera aceptado ir a vivir con nadie si no era por un motivo como ese.

No dormí nada, por la emoción y los recuerdos. De repente sonaron dos golpes en la puerta, debían ser ya las siete de la mañana, al cabrón del abuelo le seguía gustando despertarme a esa hora. Me levanté, tras asearme salí al comedor y allí estaba él desayunando junto a su nieto. Los dos luises, este hombre es incombustible. ¡Cómo le quiero!

 

Por Roberto Vaquero
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Roberto Vaquero
Soy un apasionado de la ciencia ficción y de la novela negra, escribo relato corto y reseño todo lo que leo.