El huerto de Emerson
de Luis Landero

Publicación: 3 febrero 2021
Editorial: Tusquets
Páginas: 240
ISBN: 978-8490668481

Biografía del autor

Luis Landero (Alburquerque, Badajoz 1948) se dio a conocer con Juegos de la edad tardía en 1989, novela a la que siguieron Caballeros de fortuna (1994), El mágico aprendiz (1998), El guitarrista (2002), Hoy, Júpiter (2007), Retrato de un hombre inmaduro (2010), Absolución (2012, mejor novela española del año según El País), El balcón en invierno (2014, Premio Libro del Año de los libreros de Madrid en 2015) y La vida negociable (2017). Traducido a varias lenguas, Landero es ya uno los nombres esenciales de la narrativa española.

Sinopsis

Tras el éxito prolongado de Lluvia fina, Luis Landero retoma la memoria y las lecturas de su particular universo personal donde las dejó en El balcón en invierno. Y lo hace en este libro memorable, que vuelve a trenzar de manera magistral los recuerdos del niño en su pueblo de Extremadura, del adolescente recién llegado a Madrid o del joven que empieza a trabajar, con historias y escenas vividas en los libros con la misma pasión y avidez que en el mundo real. En El huerto de Emerson asoman personajes de un tiempo aún reciente, pero que parecen pertenecer a un ya lejano entonces, y tan llenos de vida como Pache y su boliche en medio de la nada, mujeres hiperactivas que sostienen a las familias como la abuela y la tía del narrador, hombres callados que de pronto revelan secretos asombrosos, o novios cándidos como Florentino y Cipriana y su enigmático cortejo al anochecer. A todos ellos Landero los convierte en pares de los protagonistas del Ulises, congéneres de los personajes de las novelas de Kafka o de Stendhal, y en acompañantes de las más brillantes reflexiones sobre escritura y creación en una mezcla única de humor y poesía, de evocación y encanto. Es difícil no sentirse transportado a un relato contado junto al fuego.

Nota de prensa

Tiempo de vendimia Tengo un cuaderno nuevo y no sé en qué gastarlo. Es invierno, ya ha oscurecido, hace mucho frío y afuera resuena el temporal. Yo me he arrimado a este cuaderno como el mendigo al calorcillo de la lumbre. Por el momento no sé qué escribir, es cierto, pero eso importa poco. Cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos. En nuestro pasado está todo cuanto necesitamos para encender el fuego de la inspiración. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad, como decía no recuerdo quien. Así que no hay más que salir a pasear por el bosque del tiempo ya vivido, (…)

 

El viento en la vela Una mañana de octubre de 2016 fui a visitar la tumba de mis padres. Siempre habíamos ido juntos, mi madre y yo, y era ella la que se conocía el camino y me lo iba indicando con frases breves y precisas: «A la izquierda», «Todo derecho», «Métete por aquí». Pero ahora mi madre había muerto y por primera vez fui solo, con la atolondrada convicción de que, recordando sus palabras, guiado por ella, por su voz aún reciente, encontraría fácilmente el camino. Pero no. Dos o tres veces me había parecido reconocer el pequeño entorno de tumbas que me era familiar, y me había bajado del coche y había deambulado entre ellas con el ramo de flores en la mano, indeciso, yendo y viniendo, buscando alguna señal que me orientase en aquel laberinto, en esa inmensa ciudad de muertos que es la Almudena de Madrid. Luego volvía al coche y seguía dando vueltas, y hasta regresé a la entrada para intentar reconstruir el itinerario, a ver si esta vez acertaba a recordar con exactitud las instrucciones de mi madre. Pero todo fue en vano. Finalmente, ya perdida la fe, detuve el coche en cualquier parte, extraviado por completo. Ni siquiera sabía ahora dónde quedaba la salida. Tantas veces, desde hacía tantos años, mi madre me había llevado con ella a tantos sitios, y tantas veces había resuelto mis pequeños problemas, incluso los que parecían no tener solución, que por primera vez tuve un sentimiento pleno de orfandad. (…)

 

Un hombre sin oficio Yo soy un hombre sin oficio. Ahora que ya soy viejo como los viejos tan sabios y respetados de mi infancia, puedo decirlo y anotarlo en mi cuaderno con autoridad y sin reparos. Carezco de un repertorio de conocimientos sólidos sobre algo concreto, no domino un arte o una técnica, y aunque a veces puede parecer que sé mucho o que al menos hablo como experto, en el fondo todo son vaguedades, palabrería, filfa y apariencia, con algunos relumbrones que crean la ilusión de un vasto saber apenas entrevisto. A mí me pasa como a un barrendero al que un día le pregunté qué tal le iba en su oficio. «¿Oficio?», dijo él, con asombrada y amarga cara de desprecio. «Esto no es un oficio. Aquí no hay nada que aprender. Aquí no se mejora. Aquí a los pocos días cualquiera barre igual que uno que lleva barriendo veinte años. Oficio bonito, el de albañil o el de mecánico. Pero ¿este? ¡Bah! Para esto solo sirve el que no vale para nada.» Secretamente, me sentí identificado con él. Salvo cuando fui guitarrista, también yo me considero un hombre sin oficio, con solo algunas habilidades difusas que me han permitido ganarme la vida y encontrar un lugar en el mundo. Desde siempre, yo he admirado a quienes tienen y dominan una profesión y la desempeñan con esmero y con gusto. Esa admiración me viene ya de niño. Mi abuelo Luis tenía una caja de herramientas, que es lo que yo más admiraba y codiciaba de todo lo suyo. No su escopeta de caza ni sus hurones, ni su atarraya o su trasmallo, ni su máquina para hacer cartuchos, ni su viña ni su olivar, sino su caja de herramientas. Tenía solo lo básico y apenas la usaba, y únicamente para lo basto, porque para lo fino era poco mañoso. En cuanto pude, como signo de emancipación, también yo me compré mi propia caja de herramientas, de tres pisos y con todo tipo de fantasías del bricolaje, y ahí está, para cuando hay que apretar un tornillo, colgar un cuadro y poco más. (…)

Un noviazgo Desde el fondo del pasillo (de mi pasillo más querido), mi abuela Frasca, mi tía Cipriana y yo, vigilábamos al atardecer los amores lánguidos de Florentino y Cipriana. Nos sentábamos en sillas bajas de paja en la entrada del corral, y ellos se ponían en la puerta entornada de la calle, Cipri dentro de la casa y Floren al otro lado del umbral. Esto fue en Alburquerque, hacia 1950, que es tanto como decir que en el lejano país de Entonces. En aquellos tiempos el cortejo amoroso tenía mucho protocolo y en él participaba toda la familia, y los allegados, y hasta los vecinos, aunque siempre las mujeres mucho más que los hombres. Ellas eran las que concertaban las voluntades y vigilaban a los novios, y los hombres solo aparecían al final, cuando ya el compromiso era seguro y la boda a la vista. De modo que allí estábamos nosotros vigilando aquellos amores todavía primerizos. Oscurecía, sí, pero aún quedaba mucho para la llegada plena de la noche. (…)

Mar desde el huerto Yo creía que mis padres, mis abuelos, mis tíos, mis primos mayores, y en general toda la gente mayor, habían viajado mucho. Hablaban de lugares que yo me imaginaba lejanos y llenos de prodigios. Nombres casi mágicos, como Montemayor, Valle Oscuro, Bacoco, la sierra de la Carava, Chandavila, Salorino, el Zángano, o simplemente «donde Pache». Cuando fuese mayor, pensaba, también yo viajaría mucho, y conocería lugares lejanos y vería cosas insólitas, porque no había en el mundo nada tan hermoso y apasionante como viajar y correr aventuras, y llegaría a ser un hombre con experiencias, y con historias maravillosas y cosas propias que contar. Luego pasó el tiempo, me hice mayor, y un día descubrí sin apuro que a mí en realidad no me gusta viajar. Me gustó de muy joven, más que por vocación por empeño romántico, pero al final acabé aceptando mi secreta condición sedentaria y me sentí como aliviado de un deber sentimental francamente enojoso. A pesar de eso, me he visto forzado a viajar mucho, primero cuando anduve de guitarrista en la farándula, y luego de escritor, que no deja de ser también otra manera de farándula. Pero de todos mis viajes, los que he vivido con más emoción e intensidad, los buenos, los inolvidables, los esenciales, los he hecho con Julio Verne, con Defoe, con Homero, con Stevenson, con Humboldt, con Darwin, con Kapuściński, con Shackleton y con tantos otros. Pocos lectores habrán disfrutado tanto como yo con los libros de viajes y las novelas de aventuras. Desde mi madriguera de lector, he acompañado a los héroes de papel en sus maravillosas (…)

Críticas

«Landero es uno de los mejores novelistas españoles.» José-Carlos Mainer, Babelia (El País)

«Uno de nuestros grandes narradores… discípulo verdadero de Cervantes.» J. M. Pozuelo Yvancos, Abc Cultural

«Yo, de este hombre leería hasta la lista de la compra. Borges menciona a quienes agradecen que exista en la tierra la literatura de Stevenson. A mí me pasa lo mismo con la de Luis Landero.» Fernando Aramburu

«Landero es uno de los grandes escritores de este mundo.» Manuel Vilas

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