La peor parte: Memorias de amor
de Fernando Savater
Publicación: 17 de septiembre de 2019
Editorial: Editorial Ariel
Páginas: 264
ISBN: 978-8434431188
Biografía del autor
Profesor de Filosofía durante más de treinta años, ha escrito más de cincuenta obras, en- tre ensayos filosóficos, políticos y literarios, narraciones y teatro. Ha sido investido con varios doctorados honoris causa otorgados por universidades de España, Europa y América, y ha recibido diversas condecoraciones, como la Orden del Mérito Constitucional de España y la Orden Mexicana del Águila Azteca, entre otras. Distinguido como Chevalier des Arts et des Lettres por el Gobierno de Francia, ha formado parte de varios movimientos cívicos de lucha contra la violencia terrorista en el País Vasco, entre ellos ¡Basta Ya!, que obtuvo el Premio Sájarov para la Libertad de Conciencia en el año 2000.
Ha sido galardonado con el Premio per la Cultura Mediterranea en 2014 y el Premio Internacional Eulalio Ferrer en 2015. Sus libros han sido traducidos a más de veinte idiomas.
Nota de prensa:
Acerca de este libro
• Esto no es una autobiografía, aunque contiene «la mejor y la peor parte» de la vida del autor.
• Es un libro escrito para guardar la memoria de la persona amada, Sara Torres Marrero, conocida como Pelo Cohete, con la que Fernando Savater compartió 35 años, toda una vida, de felicidad.
• No estamos ante un elogio fúnebre porque el deseo de alargar la memoria, de engañar al olvido, acaba por devenir en un acto de agradecimiento, de amor.
• Es posible que se trate del relato de una batalla que todos sabemos perdida de antemano, pero también, quizá antes que nada, es un canto emocionado a la vida, una llamada a amar y disfrutar en todo momento con la persona que amas.
• Porque en el texto está la pérdida, la ausencia, el derecho o no al olvido, la muerte, el dolor, la enfermedad, pero también la lucha, el compromiso, el sexo, las risas, las bromas, las complicidades. Todo eso es la vida, y Fernando Savater consigue hacernos reflexionar sobre ello, a través de él, a través de Sara, a través de los dos, como uno solo.
Algunos fragmentos de la obra
Lo que me queda por hacer
«Dije que ya no iba a escribir más libros. Era la actitud más lógica, porque hasta entonces —durante muchos años— los escribí para alguien que ahora ya no podría leerlos. Luego compuse un panfleto Contra el separatismo (bastante bueno, por cierto), pero que era poco más que un artículo largo, completado por otros más breves sobre el mismo tema (…) Además de la indignación del ciudadano, al fondo (en la dedicatoria, en los últimos párrafos de la presentación) hay también una ofrenda de amor, un desagravio a mi dama: como le dije tantas veces, yo —aunque de triste figura— seré para siempre su caballero. Pero ahí debía acabar todo. Adiós a los libros, empeñosa y mediocre tarea de mi vida, de la cual quedan sin embargo en obstinada circulación suficientes muestras como para entretener mis últimos remordimientos…
Pero en la niebla de la tristeza y la desgana final me recomía la sensación de que había algo aún por hacer. Como cuando sales de viaje y en el taxi que te lleva al aeropuerto recuerdas a medias que has dejado grifos abiertos y luces encendidas. O como en la desazón postrera de aquella greguería genial de Ramón: “La muerte es como cuando va a salir el tren y ya no hay tiempo para comprar revistas”. Algo faltaba todavía, dejaba mal cerrada la puerta de mi alma que daba al jardín preferido y sin hacer el ramo de flores para quien más quería. Después de todo, por modesto que sea sin duda mi talento, soy escritor; no un juntaletras aficionado, sino un escritor. Cuando se es escritor, ¿puede uno conformarse con llorar? Porque créanme que la lloro todos los días: desde que murió hace increíblemente más de cuatro años, no he pasado ni una hora sin recordarla, ni un solo día sin derramar lágrimas por ella. ¿Es suficiente? Más propiamente dicho, ¿es lo mejor que puedo hacer? ¿Ser escritor no me obliga, no me compromete a algo más que las lágrimas? Si sólo la lloro —y sí, cómo la lloro, cuánto la lloro—, ¿no le estoy regateando algo que debería tributarle?»
«Uno de los primeros días de nuestro calvario, en el hospital de Pontevedra, recién pronunciado el diagnóstico cuyo alcance fatal aún no conocíamos del todo pero que ya presentíamos capaz de separarnos, abrazados en tu cama revuelta, me dijiste: “Si tú no lo cuentas, nadie sabrá lo que hemos sido el uno para el otro”. No estoy seguro de poder contarlo, mi vida, temo no ser capaz de tanto, pero comprendo que sería miserable no intentarlo al menos. Eso es lo que me queda por hacer.»
El eco de la ausencia
«Cuando ella murió me puse a escribir sobre la sorpresa que suponía para mí ser tan desgraciado. Apuntes descabalados, erráticos, por primera vez en mi vida algo que no tenía intención clara de publicar. ¿Para qué?, ¿a quién podría interesar? ¿Cómo transmitir a nadie cosa tan ridícula como las zozobras inesperadas de un recién llegado
a la desventura? A lo largo de casi dos años fui añadiendo unas pocas líneas al día, nunca más de un par de párrafos breves a la semana. A veces lo dejaba estar durante un mes: aprovechaba cualquier pretexto para abandonarlo y dedicarme a escribir un encargo cuya urgencia exageraba, uno de esos asuntos reputados “importantes” que en mi fuero interno bien poco me importaban. No quería quedarme a solas con lo único que ya contaba —y cuenta— para mí: el eco de la ausencia. Me dolía tanto, se me hacía tan difícil… Y, además, probablemente darle vueltas a una queja lanzada al vacío no tiene mayor sentido, salvo el placer morboso de tantear con la lengua el rincón doliente donde la muela picada nos hace sufrir. Tiempo después, releyendo Viaje al fin de la noche, encontré esta frase tan reveladora que me pareció escrita para mí: “Puede que sea eso lo que uno busca a través de la vida, nada más que eso, el mayor pesar posible para llegar a ser uno mismo antes de morir”. De modo que volví sobre esas pobres páginas, traté de redondearlas, intenté darles una enjundia testamentaria. El resultado final es “Caer en desgracia”, el primero de los textos que componen este libro.»
La peor parte de mi vida
«Pero no se me oculta el narcisismo lúgubre de la empresa. Ella apenas aparecía como una referencia de mi lamento, poco más que un pretexto para darme importancia y pavonearme en el sufrimiento. Tenía que ir más allá porque no era eso lo que me pidió aquella tarde en el hospital de Pontevedra. Debía intentar hablar de ella, no sólo de su pérdida, sino de ella viva y palpitante, de lo que vivimos juntos, de todo lo que me dio y no sólo de lo que me quitó su ausencia. Aún más, secarme las lágrimas y tratar de acercarme a lo que ella fue en sí misma, sin relación conmigo, su indómito secreto que apenas vislumbré y amé a ciegas. Pero también contar el padecimiento que sufrió en los meses postreros, atroz y definitivo, soportado con mayor coraje del que yo demostraba con mis gemidos exhibicionistas. Es lo que me he esforzado por narrar, de manera tan insuficiente y sin embargo con tanta inversión atormentada, en las dos secciones siguientes del libro, ‘Mi vida con ella’ y ‘Nueve meses’. Creo que aquí debo aclarar el título general de la presente obra. Lo que cuento en estas páginas, fundamentalmente, no es ‘la peor parte’ de mi vida, sino sin duda la mejor, el oro y las piedras preciosas engarzadas en la memoria que escapan al muladar de la existencia (…) Pero las páginas siguientes no parten del arrobo de la felicidad, sino del portazo desolador que dio al marcharse. Si aún fuese dichoso junto a mi amor, me habría limitado todo lo más a componer una segunda parte de Mira por dónde, mi autobiografía razonada, quizá algo más maliciosa y con ramalazos sombríos que evité en la primera, escrita para ella y, por tanto, desde el gozo de que pudiera conocerme un poco mejor. Ahora le hubiera dicho en tono más grave cosas que también debía saber o que seguramente adivinaba, porque habíamos madurado juntos. Pero hoy mi lectora esencial ya no está y el paraíso de dos que compartimos se ha convertido en infierno de uno. La peor parte de mi vida consiste en tener que contar cómo fue la mejor y cuánto de maravilloso perdí cuando se fue para siempre. En una palabra, lo peor que me ha pasado es verme obligado a escribir este libro, este prólogo, las tristes palabras de esta línea sin esperanza. Eso es la peor parte de la vida y más vale que no lo disimule y empiece por declararlo desde la portada misma.»
La única cosa que puede salvar el mundo es el amor
«¿Qué sentido tiene contar esta ‘peor parte’ de la vida? A pesar de mi predilección por el pensamiento de los grandes pesimistas (Schopenhauer, Leopardi, Chestov, Lovecraft, Cioran…), yo nunca he querido escribir más que para reforzar el deseo de vivir de mis lectores. Darles ánimo no para el arrogante triunfo sino para mantener la elegancia, el compañerismo y el humor en la inevitable derrota. Yo no soy ni nunca he sido un científico, ni un erudito, ni un profesor conocedor del último paper sobre las cuestiones académicas de mi área; siempre he jugado fuera del área, a pesar de los pitos admonitorios de los linieres.»
Recordándola lo mejor que puedo en las páginas que vendrán, quizá logre que el lector se enamore un poquito de ella, por contagio. Y así aprecie más la vida, porque ella embelleció el mundo.
En última instancia, puede que este libro desconsolado encierre para alguno una lección consoladora, por inverosímil que resulte a la sabiduría mecánica y expoliadora hoy vigente. Así la formuló el joven Cioran en el primero de sus libros: “La única cosa que puede salvar al hombre es el amor. Y si muchos han acabado por transformar esta aserción en una banalidad, es porque nunca han amado verdaderamente” (En las cimas de la desesperación).»
Caer en desgracia
«Durante mucho tiempo, mientras cumplía mis años y las perspectivas vitales se iban haciendo cada vez menos prometedoras, me repetía la misma consideración analgésica: “He disfrutado de una vida tan indecentemente buena que aunque mañana se acabase mi suerte y el resto que me queda (treinta, veinte, diez años…) fuese desdichado, el balance total sería aún indudablemente positivo y feliz”. En el fondo, no creía demasiado posible ese cambio radical de mi fortuna. Cierto que la vejez es una humillación, que incluso para los más sanos se convierte en fuente incansable de dolores e incomodidades, mientras los iconos de nuestra juventud y los compañeros de nuestra madurez van desapareciendo a ritmo creciente, los lugares y los juegos que nos encantaron son arrasados por bárbaros sin delicadeza, llegan modas insoportables y la estupidez ambiental se vuelve un runrún incesante. Había muchas razones para suponer que se me venían encima años malos, probablemente peores que lo antes vivido, pero no tan malos que se convirtiesen en lo opuesto a todo lo demás.»
«Si alguien quiere repasar mi balance biográfico entre bienes y males, tal como yo lo hacía hace tan sólo tres lustros, puede leer Mira por dónde, una autobiografía en la que conté bastante y desde luego callé mucho, en un vano intento por mitigar el exhibicionismo propio del género.»
«Por entonces escribía yo sobre la tristeza futura puramente de oídas, como quien habla haciéndose el entendido de un país en el que realmente nunca ha estado y que sólo conoce por los relatos de algunos viajeros y por una serie de postales estereotipadas. Y sin embargo acerté en mi predicción conjetural porque ya es inapelable que voy a acabar mi vida triste, pero no con la tristeza átona y desvaída de cualquier imbécil senil, sino con una tristeza enorme, proactiva, que nace precisamente de la inteligencia y la aniquila en su propio terreno, una tristeza que no ha llegado por un suave declinar físico y el marchitamiento progresivo de las ilusiones, sino con la precipitación atroz de una brusca caída en un mar de amargura sin orillas, en el que debo chapotear con espanto hasta el anegamiento final».
«Ahora sé exactamente lo que significa ‘caer en desgracia’, no como otro incidente palaciego reversible más en el vaivén de la existencia, sino como una metamorfosis irrevocable, una mutilación de la propia condición sin remedio posible, la pérdida que desequilibra mi ser y rompe dentro de mí el resorte de lo que antes chispeaba y burbujeaba a pesar de todos los pesares. Este pesar no es como los demás; ha llegado el pesar invencible. Para evitarnos rodeos, el comienzo del final de lo bueno de mi vida fue el diagnóstico fatal a Pelo Cohete (algunos de sus amigos y luego yo mismo la llamábamos así porque en la época estudiantil en que la conocí llevaba a veces un pelo erguido tipo cresta punki). Después vinieron nueve meses de pesadilla terapéutica cada vez más horrible y, finalmente, el apagón. La muerte de mi mujer, del amor de mi vida, del amor en mi vida, de mi amor a la vida. La caída irremediable en el océano de la desgracia. Aquí debiera venir el punto final: el resto es silencio. Hubiera sido lo más decente, lo único presentable. Si tres o cuatro años atrás alguien me hubiera dicho que iba a seguir viviendo más o menos como si nada en la hipótesis absurda de que Pelo Cohete muriese, le hubiera partido la cara. Su muerte (impensable, increíble, inasumible hasta como hipótesis fantástica del género macabro que tanto nos gustaba a ella y a mí) decidiría la mía con la inexorabilidad de cualquier ley física, natural.»
El duelo: civilizar la pérdida
«Consultemos a los expertos:
¿cuánto tiempo, según ellos, necesitamos para curarnos? Pues ni más ni menos que el plazo para llevar a cabo convenientemente nuestro duelo por la pérdida. El duelo es un remedio de consumo obligatorio prescrito urbi et orbi por el reputado doctor Freud. Hay que hacer el duelo para civilizar la pérdida, para que no se convierta en tristeza incurable, en desesperación. La tristeza asilvestrada y la desesperación son formas de salvajismo que debemos evitar por consideración hacia los demás. Dejarnos llevar por estas muestras antisociales sería como entregarnos a la antropofagia o al menos como imitar a aquellos antiguos anacoretas que se alejaban para siempre de las ciudades y se refugiaban en el desierto, flagelando su carne y charlando de vez en cuando de forma bastante inconexa con los demonios más serviciales. Freud no ignoró que la cultura tiene sus malestares, pero también supo que dejarnos arrastrar por lo meramente instintivo, impulsivo, inconsciente o como ustedes prefieran es todavía peor. Quiero decir, peor para la sociedad, claro, para la vida civilizada. De modo que estableció que hay que llevar a cabo el trabajo de duelo, que es como una dieta para librarnos del sobrepeso y las toxinas dolorosas o como los ejercicios de recuperación prescritos después de un accidente. Como las dietas, como los ejercicios de recuperación, el duelo hay que hacerlo bien o si no, no funciona. Lleva su tiempo, desde luego. ¿Cuánto? He leído que algunos psiquiatras americanos dicen que por lo menos, por lo menos, ¡dos semanas! ¡Ay, quién fuera yanqui! Más cautelosos o mejor informados de los usos continentales, los doctores europeos hablan hasta de dos años, quizá más. En Europa todo va más despacio, nos cuesta volver al sano y cuerdo business as usual. Pero el duelo hay que llevarlo a cabo, es preciso tomárselo en serio, porque si no nunca volvemos al business, nunca lograremos ‘rehacer’ nuestra vida. Y si no la rehacemos, también los demás, los que mantienen relaciones sociales o amistosas con nosotros, resultarán perjudicados. Seremos culpables de duelo interruptus. Nos quedaremos atrapados en la ausencia y esa posición no es nada popular: puede que al poeta le gustase su amada cuando calla ‘porque está como ausente’, pero a la gente prosaica le gustan tan poco los que se ausentan como los que no cesan de quejarse y suspirar… aunque pasen las semanas y hasta los años.»
Infidelidad erótica vs. lealtad espiritual
«Desde que la conocí, en los días embrollados y excepcionalmente dichosos de Zorroaga, siempre le fui estrictamente leal, sin proponérmelo, sin esforzarme. No hablo de fidelidad, que es una virtud que cedo gustoso a Lassie y Rin Tin Tin (me divierte ahora pensar que bastantes lectores jóvenes —si los tengo— no sabrán siquiera a qué actores de Hollywood me refiero). No, nunca he sido fiel en el terreno erótico; es más, no considero la fidelidad una virtud sino una triste y fea superstición, como decía Spinoza a otros respectos. Un puro fastidio, vaya, aunque a veces hay que disimular para no herir esa susceptibilidad amorosa que, aunque nos resulte risible en los demás, cada cual guarda a flor de piel. No fui fiel a Pelo Cohete, en los primeros tiempos de nuestra relación a sabiendas de ella, luego de manera secreta, discreta. Y, por tanto, tampoco fui del todo sincero, eso es lo que más me repugna al recordarlo aunque fuese indispensable, aunque fuesen sólo mentiras limpias y delicadas, mentiras para todos los públicos. Ella jamás dudó de cuanto le dije, de mis explicaciones legendarias: como nunca me mentía, no me relacionaba con la necesidad de mentir. Esta disposición facilitaba mucho mis manejos clandestinos, pero empeoraba la polución de mi conciencia. Mi único alivio, maldito hipócrita sincero a ratos, es que en todo caso, en todo momento, en toda circunstancia, siempre le fui leal.»
Ganarme su aprobación
«Me acostumbré a que fuese la primera lectora de mis escritos, sabiendo que nunca fingiría aprecio por lo que no le gustase y que me lo haría saber con pocos melindres. En ocasiones era ella la que me sugería el tema (“Tienes que escribir sobre…”, para luego rematar con el mejor argumento: “Si no lo dices tú, no lo va a decir nadie”)
y después me discutía el planteamiento, me refutaba, me confirmaba, hasta darme finalmente el visto bueno. El primer, principal y a veces único objetivo de cuanto he escrito en el último cuarto de siglo era ganarme su aprobación. Supongo que será difícil para quien no lleva a cabo una tarea intelectual o artística entender lo que supone contar con una vigilancia así, a la vez fiel y fiable, entusiasta pero sin embobamiento acrítico. Y lo que significa perder ese apoyo impagable. Desde que ella no me lee, cuanto hago me parece hueco, plano, sin fondo ni relieve; carente de finalidad. De eso adolecen principalmente estas mismas páginas, empeñadas con terquedad en el imposible de evocarla… para otros (para mí no hace falta, pues nunca está fuera de mi pensamiento ni de mi ánimo).»
Mi vida con ella
«Los mejores poetas, los genios literarios pueden permitirse abordar los aspectos más elevados del amor —de su amor— y aportar rasgos inéditos y reveladores. No es mi caso, y bien sinceramente que lo lamento. De modo que me refugiaré en lo que está más a mi alcance, la evocación de lo menor, la fibra dulce de la trivialidad. Si quisiera fijar una sola imagen como emblema feliz de plenitud con mi amada, elegiría las patitas de mono. Que las personas solemnes se tapen los oídos. Pero antes debo retroceder un poco para saltar mejor sobre lo que me interesa. Una de las cosas externas que me unían a Pelo Cohete era nuestra afición por el cine. Sin duda, ella sabía mucho más que yo del asunto, conocía a los clásicos más indiscutibles y los analizaba a su estilo, es decir, sin ninguna pedantería ideológica y con envidiable penetración humana. Yo no llego tan lejos; a mí me gusta el cine como mitología entretenida, como aventura tónica más allá de lo cotidiano. ¿Escapismo? ¿Y por qué no? ¡A mucha honra! Como bien señaló Tolkien, no merece la misma consideración moral el escapismo de quien abandona una trinchera que debe defender que quien se fuga de una cárcel en la que está injustamente prisionero. Yo nunca he sido desertor, pero soy un “fuguista” convencido y entusiasta. De modo que me gusta el cine popular, de acción, fantástico, escalofriante, no el que muestra tal como es la vida misma, porque para eso ya tengo a la susodicha vida sin necesidad de cámaras ni travellings. Este cine para todos los públicos también le gustaba mucho a Pelo Cohete, aunque a veces me regañaba por mi excesivo infantilismo fílmico y me obligaba a ver una película más “seria” con un tajante “no va a gustarte, pero ésta la tienes que ver”. Pero bueno… ¿y las patitas de mono? Esperen, que ahora llego.»
«Pues bien, si la lectura es y debe ser cosa de uno solo, el cine en los mejores momentos de mi vida fue cosa de dos. Al final de cada jornada, cumplidas las tareas del día y compartida la cena, Pelo Cohete y yo veíamos juntos películas en el televisor, en el ordenador o en el soporte tecnológico que en cada caso tuviésemos a mano (…). Vimos cine o series juntos en nuestra casa de San Sebastián, en Madrid, en el apartamento mallorquín de San Telmo (recuerdo especialmente cómo disfrutamos con un portátil pequeñito en aquella mágica terraza, en la noche cálida y fragante de aromas marinos, repasando entre carcajadas las películas de Fantomas con Jean Marais y el desternillante Louis de Funès). Siempre fue una experiencia dichosa, porque el disfrute que cada uno sentía con la película se duplicaba con el que al unísono sentía el otro, nos jaleábamos mutuamente para gozar mejor los buenos momentos o para despellejar entre ambos los peores. Y fue en aquellas sesiones cinéfilas de nuestros primeros años juntos, cuando pasábamos unos días en Madrid, la ocasión en que Pelo Cohete estrenó unas pintorescas zapatillas que imitaban las enormes patas de un mono. Ocupábamos el largo sofá ante el televisor, yo de frente con los pies sobre un puf traído años atrás de Marruecos y ella tumbada de través, con las patas de mono en mi regazo. Yo se las pellizcaba, se las besaba a veces, ella las removía de un lado a otro como si fuera Queen Kong. ¡Ah, sé que no habrá tampoco paraíso para mí, porque no hay más allá y sobre todo porque ya lo ha habido! El Jardín de las Delicias nunca regresa, una vez perdido.»
Pasión por lo fantástico y lo monstruoso
«Entre las mil cosas que nos unían dur comme le fer hubo algunas inconfesables y otras ingenuas, la mayoría ingenuamente inconfesables. La más explícita fue nuestra afición… qué digo afición, pasión, por lo fantástico y monstruoso. Desde muy pequeño, los cuentos y personajes de terror han sido la parcela de la imaginación donde he querido levantar mi casa. En Mira por dónde hablé de Orencio, aquel elocuente peluquero de cuyos labios aprendí en mi niñez los mitos canónicos (es decir, según la Universal) de los Cinco Grandes: Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo, la Momia y la Criatura de la Laguna Negra. Me sabía con las fórmulas exactas y recurrentes del caso cada una de sus leyendas y me escandalizaba que los adultos, con frivolidad inadmisible, ignorasen que las balas de plata eran efectivas contra el Hombre Lobo pero no contra Drácula, o que Frankenstein se reflejaba con total normalidad en los espejos, a diferencia del vampiro…»
«La visita a Forbidden Planet fue el comienzo de la dedicación de Pelo Cohete a ensamblar piezas y luego pintarlas convincentemente. Padecía impaciencia crónica para casi todo menos para eso. Otros personajes llegaban ya completos, con sus capas, colmillos y probetas venenosas, directos a ocupar su puesto en el rincón estratégico que les correspondía. Cada vez que veíamos una nueva película de nuestro género favorito esperábamos con ansiedad la aparición de su merchandising para enriquecer nuestra colección.»
«Nuestro criterio era de lo más amplio: iba desde las pequeñas figuritas de plástico de la serie Star Wars hasta maquetas de resina de mayor porte, con su diorama incorporado, por no hablar de muñecotes de Tintín y Milú de papel maché casi de tamaño natural. De Boris Karloff, nuestro santo protector, conseguimos representaciones de casi todos los principales papeles que hizo en la pantalla e incluso un par de bustos de actor en falso alabastro negro. Pelo Cohete se suscribió a varias revistas de ese tipo de arte menor e incluso mantenía correspondencia con aficionados americanos que le vendían piezas exclusivas que no estaban en el mercado. Algunos amigos nos obsequiaron con sus propias criaturas: tenemos un Evilio regalado por Santiago Segura y un Hellboy aportado por Guillermo del Toro.»
Pelo Cohete y el cine
«La gran ilusión de Pelo Cohete era dedicarse al cine: como realizadora, como guionista, como profesora de teoría cinematográfica…, como fuese. Y con mejor suerte hubiera podido ser cualquiera de esas cosas o todas ellas, porque además de muchos conocimientos atesorados en horas frente a la pantalla, tenía una intuición certera de lo que en ese campo era válido o descartable. Cuando dio clases de estética en Zorroaga (…) introdujo en ella la proyección y el comentario de películas (…) También se incorporó al patronato de cultura municipal en un grupo dedicado a programar ciclos cinematográficos y luego a sacar una revista (…) La revista que comenzaron a publicar, y que fue durante unos pocos años la mejor en su género de España, se llamó Nosferatu. No hace falta subrayar a quién se debía ese nombre. Allí publicaron los más selectos, empezando por Guillermo Cabrera Infante, que adoraba a Pelo Cohete (y ella a él). Tenía mucha maña para las entrevistas, hizo varias buenas y una memorable a Narciso Ibáñez Serrador. También fue Pelo Cohete la inspiradora de la Semana de Cine Fantástico y de Terror, que se viene celebrando a finales de octubre en Donosti desde hará pronto treinta años (…) La Semana de Cine Fantástico era el momento más feliz del año para Pelo Cohete. Por allí pasaron Santiago Segura y Álex de la Iglesia, Peter Jackson y Guillermo del Toro, Robert Englund y hasta Ray Harryhausen, Juanma Bajo Ulloa, algunos ya consagrados y otros todavía desconocidos pero muy célebres después. Bastantes de ellos estuvieron en casa y apreciaron los modestos prodigios de la decoración ad hoc que había conseguido Pelo Cohete, aunque entonces todavía estaba en sus comienzos. Siempre he lamentado que entre esos invitados VIP a nuestro museo casero no estuviese el incomparable Ray Harryhausen. Creo que hubiera disfrutado porque el ochenta por ciento de nuestra colección es un homenaje a su obra y a sus criaturas. Pero a Pelo Cohete le entró el pudor: «¿Qué va a pensar el maestro de nosotros?»
Nuestra lucha contra el terrorismo
«Tengo que hablar, inevitablemente, de nuestra lucha conjunta —ella y yo, el dream team— contra el terrorismo y el nacionalismo avasallador. Traté el asunto en el capítulo Zorroaga de mi autobiografía Mira por dónde, pero de forma general y sin apenas referirme a ella salvo para contar un momento brioso que la define indeleblemente. Procuraré no repetirme aquí, porque no estoy descontento de cómo lo conté entonces: a mi estilo, si puedo hablar así, le va más el néctar de la alegría que el acíbar de la pesadumbre… Cuando nos conocimos, Pelo Cohete pertenecía por las aventuras de su pasado inmediato, su entorno amistoso, su entrega al euskera (mi breve intento de estudiarlo tuvo como profesor particular a quien entonces era su amante, cosa de la que me enteré bastante después, naturalmente) y la rebeldía radical de su carácter… al mundo abertzale. Me atrevo a decir que era más conscientemente política que yo: había llegado a sus conclusiones empujada por las privaciones y los esfuerzos de la vida que le tocó, no leyendo libros de Bertrand Russell o Marcuse en mi sillón favorito, como fue mi caso. En el fondo, a mí nunca me ha gustado la política como tal, sólo las rebeliones contra el matonismo, sea del orden o del desorden. Algunos simpatizantes me han dicho que de mí se podía haber hecho un buen político. Es posible, pero como se puede hacer un orinal con porcelana de Limoges: desperdiciando un material superior.»
«Tanto Pelo Cohete como yo fuimos evolucionando desde nuestras primeras posiciones relativamente equidistantes entre nacionalistas y partidarios del Gobierno central (como se llamaba a los demócratas constitucionalistas por entonces) hasta tomar decididamente partido por estos últimos. El terrorismo, llamado de manera eufemística “lucha armada”, era algo que condenábamos desde un comienzo sin remilgos, sobre todo ella, que conocía sus miserias y atropellos desde dentro mucho mejor que yo. Por los avatares de su biografía, el nacionalismo separatista y xenófobo le resultaba literalmente incomprensible; nunca he conocido a nadie menos localista que ella. Como se sabía a fin de cuentas forastera en todas partes, le salía de dentro la xenofilia, la simpatía espontánea por los que no son “de pura cepa”, los que han llegado de fuera. Por supuesto, sin atisbo de antiespañolismo o antivasquismo: sólo le eran antipáticos los prepotentes, los arrogantes sin mérito, por pura presunción, fueran de la cepa que fuesen. Se burlaba cariñosamente de mi “ñoñostiarrismo” incurable, diciendo que era una pena que no me hubiera dado por el “abertzalismo”, porque tenía madera…»
«Pronto comprendimos que no tenía sentido lamentarse de la situación sino que había que hacer algo, resistir y, si era posible, atacar. Yo le confesé que no estaba dispuesto a hacer tranquilamente carrera académica, como mis más próximos colegas, mientras echaba pestes en voz baja contra los abusos nacionalistas. Gozaba de cierta notoriedad en los ámbitos de la intelectualidad progresista y creía tener ideas suficientemente claras y razonadas para oponerme a la ideología de todo a cien de los apologistas o justificadores de la violencia. Mis ideas no eran todavía tan precisas como me ufanaba suponer, pero servían para plantar cara a la barbarie narcisista de los “chicos de la gasolina” (Arzalluz dixit) que también lo eran de la Parabellum y la dinamita. Pero sin el apoyo y la colaboración entusiasta de Pelo Cohete poco habría conseguido. Ella tenía más sentido político que yo y corregía a menudo mi tendencia retórica y mis arrebatos abstractos. Conocía muy bien el mundillo radical, leía sus publicaciones y veía en ETB los programas en euskera; en resumen, estaba al tanto de una información preciosa a la que ni yo ni la mayoría de los políticos constitucionalistas teníamos acceso o prestábamos atención. Gracias a eso yo solía estar bastante mejor orientado en mis artículos que la mayoría de los bienintencionados que tronaban todos los días contra ETA y Batasuna sin conocer más que la crónica de sucesos que protagonizaban. Pero no se limitaba a informarme, sino que me señalaba los temas de los que debía escribir; la mayoría de lo que publiqué entonces y luego se debía tanto a su agudo sentido de la oportunidad como a mi capacidad expresiva. Yo me encargaba de dar forma y fuerza literaria a las ideas que me proporcionaba. Como digo, formábamos realmente un dream team. Muchos años después, un amigo, probablemente exagerando, me hizo el mayor elogio que he recibido nunca: “Has sido la persona que más ha hecho contra el nacionalismo separatista en este país”. Aunque se trate de una hipérbole, es perfectamente cierto que fuimos a nuestro modo imprescindibles. Digo “fuimos” porque no se trataba, como creía mi amigo, de una sola persona sino de dos.»
Despedida
Negra y honda separación
yo junto contigo tengo.
¿Por qué lloras? Dame tu mano, mejor, promete que volverás en el sueño.
Yo contigo como un monte y otro monte…
Tú y yo sin encuentro en este mundo.
Sólo que tú en el momento de la medianoche a través de una estrella me envías un saludo.
Y es difícil creer que la tibieza, la ternura, la belleza de su relación no se haya recogido, no haya sido atesorada en alguna parte, de algún modo, por algún testigo inmortal de la vida mortal.
«Si a Fernando Savater le sueltas a bocajarro la palabra “filósofo” busca un punto de fuga y se proclama “profesor”. Es un pensador comprometido contra la causa del nacionalismo, un topo con quilates de inteligencia, amable y capaz de ser intelectualmente incómodo, seguro de sus transparentes verdades. Escritor poderoso. Lector audaz y lúdico.
Un conversador necesario. Un tipo que duda.» Antonio Lucas, El Mundo
«El más alegre de los filósofos contemporáneos.» Juan Cruz, El País
«Si aceptamos con Savater que a la alegría le acompaña siempre la conciencia de la muerte, entonces el sentimiento más propio de la vida humana será de naturaleza mixta y
en él la alegría se combina en mayor o menos proporción con la tristeza.» Aurelio Arteta, Mercurio
«Si Fernando Savater es uno de los pensadores más leídos y reconocidos
del panorama actual español se debe sin duda a su considerable erudición, pero más aún a su claridad. Nunca abusa de la retórica filosófica, ni pierde de vista al lector o al oyente medio, lo que hace de sus libros y sus conferencias un estímulo para la inteligencia y una invitación al disfrute.» Alejandro Luque, El Correo de Andalucía
«Uno de los intelectuales más coherentes que ha demostrado con textos y hechos su respeto por la convivencia democrática al mismo tiempo que su alejamiento de la egolatría.» Ángel S. Harguindey, El País
«Comprenderán que resumir la enormidad de Fernando Savater
es tarea difícil o más bien imposible. La enormidad de su pensamiento, lucido y cívico, su ironía inagotable, su saber y su didáctica charla.» Elena Pita, El Mundo
«El de Fernando Savater es un caso claro de transformación a que se expone quien se entrega a los libros: el lector que convierte la escritura en eje vital.» Andrés Montes
Descubre las últimas Novedades Editoriales haciendo clic en la imagen