Mil mares de distancia
de Nacho Sánchez Carrasco
Publicación: 15 abril 2021
Editorial: Ediciones B
Páginas: 416
ISBN: 978-8466669276
Biografía del autor
NACHO SÁNCHEZ CARRASCO nació en San Pedro del Pinatar (Murcia) y actualmente reside en Cartagena. Trabaja como ingeniero industrial y ha desarrollado su trayectoria profesional en sectores relacionados con el aprovechamiento energético y la innovación tecnológica. Descubrió su pasión por la escritura cuando en 2007 una enfermedad lo obligó a mantener reposo absoluto durante cinco semanas. Superada dicha enfermedad, continuó escribiendo y desde entonces ha concluido tres manuscritos, el último de los cuales es Mil mares de distancia, una historia de intriga que transcurre paralela entre la convulsa sierra minera de La Unión y la Veracruz de 1898.
Sinopsis
1898. Zoilo y Elisa ven alejarse su Cartagena natal desde la cubierta del transatlántico que los llevará a una nueva e incierta vida en México. Empujado por la violencia de las revueltas mineras en España, el acaudalado matrimonio se ve obligado a huir antes de que sus trabajadores se alcen contra ellos y sus propiedades.
Sin embargo, poco después de que el barco zarpe, Zoilo desaparece en misteriosas circunstancias, dejando a Elisa sola en un momento en el que el único recurso de una mujer para sobrevivir sin ayuda es su fortaleza.
Al mismo tiempo que la joven investiga el pasado del hombre al que ama, se enfrenta a un mundo que cambia y anuncia el fin de una época. Nacho Sánchez Carrasco escribe esta emocionante novela, impecablemente documentada, en la que la traición, el amor y los peligros de la ambición tejen una fascinante historia.
Nota de prensa
EL CONTEXTO HISTÓRICO SOCIAL, por Nacho Sánchez Carrasco El punto de partida de la novela es la huida de Zoilo y Elisa como consecuencia de la revuelta de los más de quince mil trabajadores que malvivían en la sierra minera murciana. Estos mineros cobraban unas dos pesetas diarias en forma de vales que debían canjear en el colmado del patrono a cambio de harina, arroz, legumbres, patatas o vino de baja calidad. Las únicas fortunas de esas pobres gentes eran los propios vales o los alimentos que almacenaban en la despensa, para revender a bajo precio en caso de que necesitaran algunos céntimos. Los hombres trabajaban largas y penosas jornadas de doce horas diarias, excepto los domingos, consagrados al dominó en la taberna del pueblo o en alguno de los ventorrillos repartidos por la sierra. Cenaban antes de que anocheciera y dedicaban las primeras horas de la noche a la tertulia familiar o con vecinos, antes de irse a la cama, que para estas gentes no eran más que simples colchones rellenos de paja. El ritmo en las ciudades era diferente, los horarios de las comidas y de las representaciones teatrales y circenses fueron retrasándose a medida que avanzaba la iluminación de las calles. Inicialmente, dichas representaciones, que no debían durar más de tres horas, empezaban entre las tres y las cuatro de la tarde, pero a medida que las ciudades se fueron iluminando, llegaron a retrasarse hasta las siete de la tarde. Para la limpieza doméstica en los hogares más pobres, utilizaban un desinfectante casero elaborado con agua y ceniza. Tras el caldeo de la mezcla en una vasija, los restos sólidos precipitaban y el agua clara se utilizaba para la limpieza de loza, cristal, azulejos e incluso ropa. La concentración de ceniza era la adecuada si se dejaba caer una patata y flotaba. Si se hundía era porque faltaba ceniza. Una vez obtenido el desinfectante, debía ser manipulado con cuidado y alejado de la curiosidad de niños y animales domésticos. En el severo mundo de la minería, el cuidado de las mulas —ya fueran las del interior de las minas o las que en el exterior tiraban de malacates y carros— era un trabajo al que los capataces prestaban especial atención, ya que la sustitución de una bestia enferma o fallecida costaba dinero al patrono. Dinero que no era necesario desembolsar cuando se trataba de un minero, puesto que no tenía ningún derecho a indemnizaciones por enfermedad o accidente laboral; y si resultaba impedido para trabajar, quedaba a merced de su familia o de la caridad vecinal.
Respecto al Mar Menor, era costumbre por entonces que los campesinos del interior acudieran a la laguna de agua salada con sus carros a partir de la festividad de la Virgen del Carmen, y tras finalizar la cosecha, para darse nueve días consecutivos de baños que, según los facultativos, ayudaban a prevenir y combatir el reumatismo, la anemia o la dermatosis, y les aseguraban un invierno con salud. Con la fresquera cargada de tocino y jamón, las hogazas de pan y las calabazas amarradas a las cinturas de los zagales, a modo de flotadores, para que no se ahogaran. Para los que no podían ir a la costa, no les quedaba otra que sumergirse en las acequias, refrescarse con agua de pozo artesiano o ir a los baños públicos a menos de una peseta la hora. En la novela, Elisa recuerda con frecuencia los veranos en el balneario de San Bernardo (conocido como «el chalet»), ubicado al pie del monte de Galeras, con restaurante y barracas separadas para hombres, mujeres y matrimonios, donde las clases más acomodadas podían tomar sus baños fríos y templados fuera del alcance de miradas indiscretas. Posteriormente, en 1901 se construyó otro balneario en la falda del monte de San Julián, llamado balneario de San Pedro del Mar, que además disponía de jardines y viviendas de alquiler para la temporada estival.
Críticas
«Una historia de ambiciones y minas, viajes y descubrimientos, codicia y generosidad. Escrita con precisión minuciosa, nos traslada a ambos lados del Atlántico con escenarios y personajes que harán disfrutar.» María Dueñas
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