El legado del oso
de Fernando López del Oso
- Tapa dura: 384 páginas
- Editor: Luciérnaga CAS (3 de marzo de 2020)
- ISBN-13: 978-8418015113
Biografía del autor
Fernando López del Oso es escritor y divulgador científico, labor que ejerce en radio y en prensa escrita. Ha colaborado en programas de radio como La Rosa de los Vientos, y ahora lo hace en La Escóbula de la Brújula. Viajero impenitente, después de licenciarse como biólogo recorrió medio mundo de manera profesional antes de dedicarse a la escritura. Sus primeros libros, Un viaje mágico por Egipto y La Sexta Extinción, recogen estas facetas. A partir de ahí su producción está centrada en la ficción, con novelas como El templo de la Luna (Premio Minotauro), Yeti o Asesino de políticos. El legado del oso es su última obra. En la actualidad, Fernando López Del Oso vive entre bosques muy cerca de la ciudad de Barcelona, con su mujer y dos hijos pequeños.
Puedes conocerle más en www.lopezdeloso.com
Un homenaje al mayor cazador de misterios del país
Fernando López del Oso, hijo del recordado divulgador de misterios, recuerda la figura de su padre, Fernando Jiménez del Oso, cuando se conmemoran 15 años de su muerte (27 de marzo).
Grandes amigos y colaboradores de su padre ayudan a Fernando López del Oso a construir ese puzle complejo. Juan José Benítez, Nacho Ares, Lorenzo Fernández Bueno, David Sentinella, Jesús Callejo y Silvia Casasola, Juan Ignacio Cuesta, Pedro Amorós y Javier Sierra desvelarán las piezas secretas y los enigmas más apasionantes en torno al conocido doctor Jiménez del Oso.
Con su ayuda descubriremos que el fenómeno ovni, la parapsicología, el espiritismo, los enigmas de Egipto y de las culturas americanas, de la Isla de Pascua y de Mohenjo Dahro, los misterios de la mente humana… todos confluyen en un punto, en el espacio y en el tiempo, que cambiará para siempre nuestra manera de ver la realidad que nos rodea.
UNO (Palabras del autor)
Mi padre iba a ponerme en la senda del mayor secreto, el secreto del significado del mundo, y yo no hacía más que protestar. (…)Si quiere ver a alguien titubear y quedarse como abstraído mientras busca como un pez boqueante las palabras, pregúntele quién es o quién fue su padre. Es como ver un ordenador quedarse colgado. Tratará de condensar en una breve descripción mis vivencias cotidianas, mil ejemplos, recuerdos, frases escuchadas, aquello que los demás ven o vieron en él.
Las dudas y vacíos que albergue en su corazón para con su padre, eso por lo general se lo guardará para sí, pero tenga por seguro que también cruzará por su cabeza en esos segundos en los que tratará de plasmar la imagen paterna con palabras. Por lo general, y desbordado, enfocará la respuesta desde la convención del oficio: mi padre tenía un taller de…, mi padre era…, mi padre trabajaba en una empresa que…
En el caso del mío, de Fernando Jiménez del Oso, creo que sus oficios no lo definían sino que más bien él los dotó de significación. Aparte de su carrera como psiquiatra, lo de menos fueron los más de seiscientos documentales y programas de televisión que grabó; los ocho o nueve millones de telespectadores que lo seguían cada semana; las tres revistas que fundó; los libros que escribió; las enciclopedias que dirigió; los infinitos espacios en radio, artículos, etcétera. Porque todo eso no eran objetivos en sí mismos, sino algo que emanaba de él. A mi padre le intrigaban las piezas que no encajaban.
Enigmas históricos y arqueológicos que no tenían fácil acomodo en el cuerpo de conocimiento ortodoxo; hechos extraordinarios que quedaban más allá de la ciencia; sucesos de implicaciones desestabilizadoras, como el fenómeno ovni. De sus preguntas, indagaciones y reflexiones sobre esas y otras cuestiones, se fue construyendo una cúpula viva cada vez más compleja y más densamente entretejida y con raíces cada vez más profundas. En el centro de esa cúpula habitaban él y sus inquietudes. A su alrededor, girando, los grandes misterios de la humanidad traídos al ahora. Se entregó al estudio riguroso, viajó a casi todas partes y se hizo las preguntas adecuadas.
Entrevistó a los protagonistas y escuchó a investigadores de todos los puntos de vista. Ahondó cada vez más en los enigmas, íntimamente complacido de que intercaladas con ocasionales respuestas fuera hallando sobre todo más y más preguntas. Él mismo terminó por convertirse en una referencia indiscutible, un erudito, un explorador de lo oculto. Sus programas de televisión y el resto de las cosas eran la permeación al mundo exterior de lo que dentro de aquella cúpula ocurría. Los espectadores de la España de finales de la década de los setenta, de los ochenta, se rendían asombrados por millones cada semana frente al televisor: nadie les había hablado así de aquellos temas. Su popularidad era tremenda.
Recuerdo algo que a mí me enervaba: muchas veces, en nuestros encuentros dominicales, íbamos a comer a un restaurante italiano que había en el Paseo de la Castellana, Tofanetti, y siempre, siempre, éramos interrumpidos por personas que se levantaban de sus mesas para acercarse a saludarle o a pedirle un autógrafo. Yo, con seis o siete años, deformaba la cara en muecas grotescas de indignación, lo que le hacía una gracia enorme a mi padre, pero es que aquel era el único rato en el que nos veíamos y consideraba que tenía derecho a tenerlo solo para mí. Nunca habíamos vivido juntos.
Era la nuestra una relación atómica: un núcleo denso y sustancioso pero también enormes vacíos. Y yo orbitando a su alrededor. Mi padre habitaba feliz ese mundo mítico, legendario, atractivísimo que había construido a su medida. Ese mundo en el que, ahora que por fin había terminado su conversación telefónica, me disponía a penetrar una vez más. Ese mundo que me parecía mucho más grande y complejo que cuando era pequeño. Y a veces, hasta hostil. Ya no era solamente una conversación entre un padre y su hijo, sino algo iniciático y trascendente. Le interrogué con la mirada con un interés nuevo y vi que algo cambiaba en sus ojos: acababa de darse cuenta de todo lo que estaba pasando por mi cabeza.
Rapidísimamente pasó del tono de cierta melancolía de aquella tarde a mirarme entre divertido y desafiante. —Dime al menos cuál es el gran misterio… —tuve que preguntar. Y entonces asomó un brillo en su mirada y con una triunfal sonrisa retadora, zanjó: —Eso tendrás que descubrirlo tú primero. Cuando se cumplen quince años de su fallecimiento, este libro homenajea a Jiménez del Oso, quien fuera un referente y quien continúa siéndolo hoy día entre aquellos que decidieron seguir atentos sus pasos a través de la televisión, radio, revistas y libros. Una obra que promete ser imprescindible para los seguidores de un personaje disruptivo que no solo abrió la puerta a otras realidades a millones de personas, sino también a varias generaciones de televidentes que ahora podrán aventurarse a conocer su faceta más humana.
HABLANDO DE LA RELACIÓN MENTE-CEREBRO CON JAVIER SIERRA
Javier levantó una última vez los ojos de mi cuaderno, en el que había estado leyendo mis agudas observaciones sobre la mente y el cerebro, y se me quedó mirando sin decir nada. Yo apuré mi café con gesto pétreo. Y entonces asintió despacio y los labios se le curvaron hacia arriba. Sonreí y saboreé el momento. Cerró el cuaderno y lo empujó un poco hacia mí sobre la mesa y le dio unos golpecitos con el índice. «—Es que si llegamos a estas conclusiones que pretendes, entonces, todo lo que nos interesa, todo lo que le interesa a tu padre, cobrará sentido, ¿no? Dije que sí con la cabeza (…) -Como señala tu padre en la cita que has destacado en tu cuaderno, ¿qué sucede en esas ocasiones en que la mente consigue por ejemplo desligarse del cuerpo? ¿Cómo explicar esas vivencias desde un punto de vista estrictamente materialista? La cita a la que se refería provenía del debate de El sol de medianoche, de Televisión Española.
Dijo mi padre ahí: «[…] Parece que la mente podría estar en cualquier sitio. Las funciones específicas competen al cerebro, pero ¿qué sucede en esos estados que llamamos de proyección astral, por ejemplo? Ese tipo de experiencias, ¿son solamente una vivencia en la que el cerebro experimenta todo eso como un viaje, aunque la mente sigue anclada al cerebro, o realmente la mente, la consciencia, el “yo mismo”, se desplaza y se aleja de lo que es el cerebro como estructura anatómica?» (…) —De cualquier modo, siendo los viajes astrales tremendamente interesantes, si yo quería traerlos aquí hoy contigo era para introducir un tema que posiblemente esté en la misma línea, aunque en un nivel de excepcionalidad superior.
Me estoy refiriendo a la bilocación. —Claro —asintió para sí, conforme, como si se lo esperara—. La bilocación. —La posibilidad de que una persona pudiera estar en dos lugares al mismo tiempo, a veces tan lejos como en otro continente, pero no solo con parte de su consciencia, sino generando una proyección que otros pudieran ver… o encarnándose incluso en un cuerpo físico, aunque no sé de qué clase. Un segundo cuerpo, un cuerpo accesorio, pues el original, por llamarlo así, no abandona en estos casos el lugar donde esa persona se encuentra en origen. Había leído unos artículos en los que hablaba sobre el tema. El que más me interesaba llevaba por título El don de la ubicuidad, donde se centraba en el caso extraordinario de la Dama Azul. (…) —Es muy fácil —me respondió Javier—. ¿Cuál es la gran lección que nos dan la investigación en bilocaciones y su prima hermana, que es la investigación de experiencias cercanas a la muerte? La gran lección es que no somos solo cuerpo.
JUAN JOSÉ BENÍTEZ Y ELLOS
Juan José Benítez apareció en la vida de Fernando Jiménez del Oso casi al mismo tiempo que yo. Cuando yo tenía tres años, mi padre ya se refería a él como uno de los investigadores clásicos y veteranos del fenómeno ovni. En uno de los programas más recientes, de La otra realidad, lo presentaba directamente y sin ambages como uno de los mayores expertos en el tema a nivel mundial, si no el mayor. Nadie mejor que él iba a revelarme los secretos de la relación de mi padre con esos objetos sorprendentes que habían sido vistos en el cielo por millones de personas, y con quien fuera que los dirigiera. Esos a los que papá se refería, con un toque de impotencia, simplemente como «Ellos». En su faceta pública, en sus programas, mi padre había procurado mantener una posición neutra sobre ellos.
Se limitaba a mostrar hechos, a recoger testimonios, a señalar detalles, y dejaba que el espectador pudiera formarse su propia opinión. Pero ¿qué pensaba privadamente del tema? ¿Qué diría de ellos no en una conversación informal o ligera conmigo, sino cuando se apagaban las cámaras? A pesar de su pretendido desapasionamiento para no influenciar al espectador, mi padre había llegado a decir en televisión que, de no ser por la urgencia del hambre, las guerras y la catástrofe ecológica, el fenómeno ovni sería el más importante que se hubiera planteado el hombre actual. Que sus implicaciones eran realmente trascendentes desde un punto de vista humano, y tan profundamente importantes, que debiera ser uno de los temas más comentados y discutidos de la humanidad. Pero ¿son reales esos objetos vistos? Porque podría darse algún tipo de sugestión, de alucinación colectiva.
Pero ahí estaban las fotografías y las detecciones de los objetos en los radares primarios de tierra y en los equipos de los aviones, y también las huellas de los aterrizajes, y los efectos físicos en los campos que habían sido sobrevolados a baja altura por esos objetos y también sobre algunos testigos, y las alteraciones electromagnéticas que se habían producido, y los infinitos motores de coches que se habían detenido en su cercanía. Sí, podía concluirse que los ovnis eran físicos, y no una ilusión.
LA ROSA DE LOS VIENTOS, CON JUAN ANTONIO CEBRIÁN
Fernando Jiménez del Oso y Juan Antonio Cebrián: escucharles hablar por la radio era como colarse de rondón en una conversación privada entre dos amigos. Aquel programa de La Rosa de los Vientos tenía un tema concreto, Akhenatón, pero llevaban ya quince de esos minutos que valen tanto como el oro y aún no habían entrado en materia. Daba la impresión de que se lo estaban pasando demasiado bien como para que tal detalle les importara. Tras charlar sobre lo divertidos que habían sido los comienzos de mi padre en la televisión, en los tiempos del UHF, y las audiencias millonarias y los programas en directo, sin más recursos de apoyo que una pizarra y una tiza para que mi padre ilustrara aquello de lo que iba hablando, Juan Antonio logró reconducir la conversación hacia el asunto que les había llevado allí. Le preguntó a mi padre sobre Egipto. —Egipto es uno de los primeros viajes que hice a nivel profesional —dijo papá—. Uno de los primeros rodajes, que debió ser en el año 77.
Y era un tema que yo conocía a través de los libros y de todo lo que había caído en mis manos. Egipto, desde adolescente, me parecía un lugar fascinante… Yo habría dado un brazo por vivir lo que vivió Howard Carter. Y cuando llegué, en ese primer viaje estuve un mes rodando y era como la culminación de un sueño… y el desconcierto. Porque cuando conoces un país a través de los libros y las fotografías, cuando llegas ahí ves que es otra cosa diferente. Por más fotografías que veas de la Gran Pirámide, cuando llegas allí y te enfrentas a ella… es algo que te abruma, que te sobrecoge, que no tiene nada que ver con lo que te habías imaginado.
Cuando caminas por entre las columnas del Templo de Karnak…, no podrías haberte imaginado esa grandiosidad, esa ostentación. Hasta el desierto te gusta. Acabas enganchándote al país. No solo a la cultura magnífica que hubo allí hace milenios, sino al país de ahora. Siguió recordando cosas de aquel primer viaje. Que aunque todo estaba tranquilo debía de haber un estado de alerta, quizá con Israel, pues había sacos terreros por la calle protegiendo los edificios públicos y nidos de ametralladora. Pero «el ambiente era bueno» y «no era algo que asustase», había dicho beatíficamente. Más adelante, en mitad de una enumeración de algunas de las cosas que había hecho, dijo sin darle importancia:
—Compré la Gran Pirámide en aquel viaje…
—¿Cómo que compraste la Gran Pirámide?
—le interrumpió un sorprendido Juan Antonio.
—Claro…
—Pero ¿te la ofrecieron y tú la compraste?
—Es cuestión de dinero…
—dijo con sencillez—.
La compré por una noche. Se echó a reír. Juan Antonio no pudo sino imitarle.
—¿Por una noche?
—le preguntó entre risas (…)
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