La llama inmortal de Stephen Crane, de de Paul Auster

 

Dueño de una vida tan fugaz como intensa, Stephen Crane es una figura única en la literatura universal. Empujado siempre por la falta de dinero, malvivió durante el último tercio del siglo XIX escribiendo artículos, novelas, relatos y poesía, trabajó como corresponsal de guerra y defendió los derechos de los más desfavorecidos en una época de conflictos laborales y sociales. Enamorado del salvaje Oeste y de los bajos fondos, sobrevivió a un naufragio, se enfrentó a la policía en Nueva York, cultivó una férrea amistad con Joseph Conrad en Inglaterra y murió de tuberculosis en Alemania a los veintiocho años: su llama ardió hasta consumirlo y convertirlo en un clásico indiscutible de las letras norteamericanas.

Los años de Crane (1871-1900) son también los de una época irrepetible en la historia de Estados Unidos, un tiempo en el que el país se preparaba para dejar atrás la América de Billy el Niño y entrar en la América de Rockefeller, convirtiéndose así en la potencia capitalista que dominaría el mundo durante el siglo XX.

En estas páginas, Paul Auster pone su habilidad indiscutible como escritor al servicio de una apasionante biografía que se lee como un western literario. «¡Qué historia! Esto es más que una novela, más que una biografía. Es literatura. Y el homenaje más profundo de un escritor a otro que jamás haya leído» (Russell Banks).

Stephen Crane (Newark, Nueva Jersey, 1871-Badenweiler, Alemania, 1900) es una de las mayores glorias de la literatura y del periodismo estadounidenses del siglo xix. De una versatilidad y capacidad de trabajo asombrosas, cultivó la novela, la novela corta, el relato, la poesía, el reportaje, el artículo, la crónica y el esbozo, abriendo nuevas posibilidades expresivas y formales en cada uno de estos géneros. Es por eso por lo que Paul Auster sostiene que «la obra de Crane […] rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él. Fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita».

Criado en el seno de una familia numerosa y metodista, dio muy tempranas muestras de poseer un don especial para la escritura, empezando a firmar crónicas de sociedad de tono satírico para la agencia de noticias de uno de sus hermanos siendo todavía un adolescente. Arrancaba así una carrera fulgurante e intensa, hambrienta e inquieta, marcada por el arrojo, las turbulencias y la innovación. Un carácter único que alumbró un corpus intransferible. «Me encontré tan fascinado por la frenética y contradictoria vida de Crane como por la obra que nos dejó —señala el autor de La trilogía de Nueva York—. Fue una vida extraña y singular, llena de riesgos impulsivos, marcada con frecuencia por una demoledora falta de dinero así como por una empecinada e incorregible entrega a su vocación de escritor, que lo arrojaba de una situación inverosímil y peligrosa a otra.»

Imbuido de un férreo código moral que lo llevaba a querer explicar las cosas desde la experiencia más directa y la visión más honesta posibles, no dudó en pasar hambre y penurias y en poner su vida en juego como periodista, llegando a ejercer de corresponsal de guerra en lugares como Grecia y Cuba. Igualmente abordó la ficción desde postulados inéditos, por sistema en contra de las convenciones temáticas y estilísticas de su época. Ya en su primera novela, Maggie, apostó, según Auster, por una «representación implacable, alucinógena, de los barrios bajos de Nueva York, que iba tan en contra de la religiosidad de la época que no había editor que quisiera quedársela.

Aunque muchas veces incomprendido, su perseverancia fue finalmente recompensada y, a finales de 1896, a los veinticinco años, ya era el más famoso escritor joven de Estados Unidos gracias a la publicación, un año antes, de La roja insignia del valor. Una historia sobre la guerra civil estadounidense formalmente muy avanzada a su tiempo —«[muestra el] mismo efecto distanciador que encontramos en los primeros relatos de Joyce y Hemingway, las novelas de Camus y la obra de otros innumerables escritores del siguiente siglo»— que es todo un clásico de la literatura bélica.

Incapacitado para la tranquilidad hogareña, necesitado de aventuras y convencido de que moriría joven, dedicó los escasos años que le quedaban a seguir viajando y escribir de forma compulsiva. Muy mermado de salud a su regreso de cubrir la guerra de Cuba, se estableció en la Selva Negra con el propósito de aliviar su tuberculosis, y ahí fallecería en 1900, con apenas veintiocho años. Poco antes le dijo a su mujer, Cora: «Me voy de aquí apaciblemente, buscando hacer el bien, firme, resuelto, invulnerable».

 

LA AMERICA DE STEPHEN CRANE

La tan breve como agitada vida de Stephen Crane se enmarca casi de forma literal en el último cuarto del siglo xix, un periodo lleno de cambios profundos e inventos excitantes que ponen las bases de una realidad vertiginosamente distinta a aquella con la que habían estado familiarizados los individuos que habían vivido apenas unas décadas antes. Escribe Paul Auster que «entre las cosas nuevas que surgieron en el mundo durante esos años, una lista parcial incluiría las siguientes: el alambre de espino, las orejeras, el silo, los pantalones vaqueros, el suspensorio, el mimeógrafo, el teléfono, la pila seca, el fonógrafo, el funicular, el kétchup Heinz, la cerveza Budweiser, la Liga Nacional de clubs de béisbol profesional, la caja registradora, la máquina de escribir, la bombilla de luz incandescente, la escoba mecánica…». El listado sigue y sigue hasta cerrar con «la cámara cinematográfica portátil, el proyector de películas, el control remoto, el motor de combustión interna, el matamoscas, la chincheta y el algodón de azúcar».

 

El nacimiento de una nación

En paralelo a toda esta retahíla de aportaciones que fueron expandiendo las posibilidades de la sociedad, la patria de Crane atravesó transformaciones estructurales de calado, si bien no se resolvieron enormes conflictos que aún a día de hoy siguen desestabilizándola. «Entre el asesinato de Abraham Lincoln y el de William McKinley, ocurrido en septiembre de 1901 y que condujo a la presidencia de Theodore Roosevelt (en un tiempo amigo y ferviente lector de Crane y después enemigo implacable), Estados Unidos vivió un largo periodo de crecimiento, turbulencias y fracaso moral en el que, de país atrasado y aislado se transformó en potencia mundial, pero sus dirigentes eran en general ineptos, corruptos o ambas cosas, y los dos grandes crímenes enquistados en el Experimento Norteamericano —la esclavización de africanos negros y la aniquilación sistemática de los pobladores originales del continente, un inmenso despliegue de culturas agrupadas bajo el mismo epígrafe de indios— nunca se han tratado ni reparado como es debido, y aunque se hubiera abolido la esclavitud, los esfuerzos de reconstrucción de la posguerra fueron debilitándose hasta que en 1877 quedaron en nada.»

 

La conquista del Oeste

A nivel interno, durante este periodo tuvieron lugar desplazamientos migratorios masivos. De este modo, «el Oeste, escasamente poblado, iba llenándose de colonos blancos, grandes cantidades de chinos cruzaban el Pacífico en busca de trabajo en California y las ciudades industrializadas de la Costa Este absorbían millones de inmigrantes de todas partes de Europa, mano de obra barata muy necesitada para trabajar en fábricas, fundiciones, minas y talleres clandestinos. Las condiciones eran duras para todos».

 

La nueva potencia mundial

A nivel externo, el conflicto de Estados Unidos con España supone la primera aventura militar de la nación desde la guerra civil, poniendo las bases de una política exterior agresiva que da sus primeros frutos con la apropiación de Puerto Rico y Guam, la liberación de Cuba y la guerra de Filipinas. «A partir de entonces —sostiene Auster—, los países de Europa y Asia verían a Estados Unidos como una fuerza a tener en cuenta, una potencia mundial. Al cabo de unos años, automóviles y aeroplanos llenarían las carreteras y los cielos de Norteamérica, pero fue justo entonces, veinte meses antes de que acabara el siglo xx, cuando se asentó el concepto moderno de Estados Unidos.»

 

La edad de oro de la prensa

Desde un plano más concreto, la trayectoria profesional de Crane se vio impulsada por la edad de oro de la prensa de gran tirada. Solo en la ciudad de Nueva York circulaban dieciocho periódicos, a los que había que sumar diecinueve en las más variadas lenguas extranjeras. En este momento histórico se produce el boom de la prensa amarilla y se da la curiosa circunstancia que nuestro autor fue reclutado por las dos cabeceras más populares y que mantenían una enconada rivalidad por la caza del lector: el Journal, de William Randolph Hearst, y el World, de Joseph Pulitzer. Auster nos recuerda también que el éxito de esta fórmula periodística basada en una batalla encarnizada por aumentar las tiradas tuvo como consecuencia el nacimiento del culto a la fama, un fenómeno del que Crane llegó a ser víctima. De lo que no pudo beneficiarse el autor fue de los réditos económicos derivados de los premios literarios ni del hecho de impartir talleres de narrativa, dos fuentes de ingresos que le habrían ido de perlas dada su sempiterna fragilidad económica pero que aún no se habían incorporado al sistema literario del país.

 

DIEZ HECHOS LLAMATIVOS SOBRE STEPHEN CRANE

1 Al modo de un presagio sobre su corta vida, Crane nació el Día de los Difuntos.

2 Su ritmo de trabajo y la calidad del mismo fue sobrehumano, en ocho años y medio escribió la obra maestra La roja insignia del valor, dos novelas cortas, cerca de tres docenas de relatos, dos recopilaciones de poemas y más de doscientos artículos periodísticos.

3 Crane tuvo que pagar de su bolsillo la impresión de Maggie en 1893 y desembolsó mucho más de lo debido.

4 La celebridad que le trajo la publicación de La roja insignia del valor tuvo una escala solo comparable, como señala Auster, con el éxito de F. Scott Fitzgerald en 1920 con A este lado del paraíso.

5 Crane trabó una sólida amistad con Willa Cather y Joseph Conrad. También estrechó lazos con Henry James, H. G. Wells y Ford Madox Ford.

6 Su denuncia de los abusos de la policía de Nueva York y su decisión de defender el honor de una prostituta en los tribunales derivó en una campaña de desprestigio y acoso por parte del cuerpo policial de la ciudad que lo obligaron a exiliarse en 1896.

7 El escritor casi murió ahogado en un naufragio ocurrido frente a las costas de Florida en 1897, experiencia traumática que volcó en el relato «El bote abierto».

8 La faceta poética de Crane inspiró los títulos de tres novelas de grandísimos colegas suyos: En un lugar solitario (1947), de Dorothy B. Hughes; En busca de una víctima (1954), de Ross Macdonald, y Because is Bitter, and Because it is My Heart (1990), de Joyce Carol Oates.

9 Mientras la salud le fue favorable, demostró unas condiciones atléticas sobresalientes. Fue un consumado jugador de béisbol y… ¡balonmano!

10 El cadáver de Stephen Crane «fue depositado en la funeraria que ocupaba el número 82 de Baker Street, casi enfrente del 221b, la dirección de la casa inexistente en la que presuntamente vivía y trabajaba el imaginario detective Sherlock Holmes.

Título: La llama inmortal de Stephen Crane
Autor:  Paul Auster
Editorial: Seix Barral
Publicado: 1 septiembre 2021
Páginas: 1040
ISBN: 978-8432239052
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