Entrevista a Isaac Rosa ganador del Premio Biblioteca Breve 2022

Nació en Sevilla en 1974. Ha publicado las novelas La malamemoria (1999), posteriormente reelaborada en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007), El vano ayer (2004), que fue galardonada en 2005 con el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Ojo Crítico y el Premio Andalucía de la Crítica; El país del miedo (2008), reconocida por los editores con el Premio Fundación J. M. Lara como mejor novela del año; La mano invisible (2011), La habitación oscura (2013), Premio Cálamo, y Feliz final (2018), todas ellas publicadas en Seix Barral. Columnista de prensa, es también autor de guiones de cómic, novelas juveniles y libros de relatos, entre los que destaca Tiza roja (Seix Barral, 2020). Su obra ha sido traducida a varios idiomas y llevada al cine en tres ocasiones.

Entrevista a Isaac Rosa, autor de «Lugar seguro»

(c) Ivan Gim‚nez – Seix Barral

Lo primero que le llama la atención al lector de Lugar seguro es la voz de Segismundo García, el protagonista. Un tipo cínico, irónico y descreído, lo que se viene llamando en los últimos tiempos «un cuñado». ¿Por qué decidiste que la novela sería narrada desde este punto de vista concreto y qué te ha permitido explorar como escritor?

Segismundo es todo eso y, además, un resentido lleno de rencor social en tanto que desclasado y caído en desgracia. Ese narrador era imprescindible, ya que Lugar seguro pretende ser una mirada al futuro próximo, a pocos años vista, pero huyendo del habitual acercamiento distópico. No quería irme al extremo contrario, a la utopía, sino más bien escribir una antidistopía: contar un futuro en el que, sin haber desaparecido los actuales problemas, incluso agudizándose algunos, sí se abre paso una posible alternativa que no conduce al abismo, que hasta podría mejorarnos la vida. Y para contar algo así, sin ser ingenuo ni caer en lo panfletario, la mejor estrategia era que el narrador y protagonista fuese distópico: alguien que narra en negativo, menospreciando, ridiculizando y caricaturizando a quienes intentan transformar la realidad. Además, un narrador así, hostil al cambio, permite señalar las debilidades, contradicciones y límites de cualquier intento transformador; actúa como abogado del diablo, y a menudo acierta. Si Segismundo es un cuñado, no deja de ser el cuñado que todos llevamos dentro y que, ante propuestas como las que aparecen en la novela, hace acomodarnos en ese mismo cinismo y descreimiento.

Segismundo García es también un tipo sin escrúpulos a la hora de explotar los miedos de la gente corriente. ¿Es esta una novela sobre cómo en los últimos años hemos «normalizado» el miedo al fin del mundo, en parte porque eventos como la pandemia o el cambio climático nos han hecho pensar que lo que antes era extraordinario ahora es plausible?

Hace solo cuatro meses una noticia poco clara sobre un hipotético apagón en Austria agotó en nuestras ferreterías las existencias de linternas y hornillos de camping gas. Parece una anécdota, pero representa bien el estado de ánimo colectivo, marcado por una incertidumbre que es anterior al coronavirus, y un catastrofismo que la pandemia ha terminado de confirmar: la sensación de vivir a merced de cualquier desastre inminente y la verosimilitud de cualquier tipo de calamidad. A ello contribuye toda esa ficción audiovisual y literaria que se recrea en futuros apocalípticos y nos instruye en el sálvese quien pueda: si llega el desastre, ya sea climático, vírico, nuclear, extraterrestre, zombi o con meteorito, lo mejor es tener un agujero donde esconderte y una pistola. Segismundo se dedica a vender búnkeres baratos con la misma estrategia comercial con que hoy nos venden alarmas para el hogar. Y, sin embargo, ahí tenemos las consecuencias de la pandemia: no nos hemos matado, no ha habido caos ni saqueos, sino todo lo contrario: paciencia, responsabilidad, empatía, solidaridad y formas espontáneas de ayuda mutua. Lo mismo que ha ocurrido a lo largo de la historia en tantos momentos de catástrofe, como recuerda Rebecca Solnit.

¿Querías huir, en particular, de hacer una novela panfletaria? Más que señalar a unos y otros como buenos y malos, o de aleccionar al lector, la novela expone la complejidad de muchos debates actuales, como el cambio climático.

Sí, por eso la importancia de ese narrador a la contra, que señala e incluso exagera los problemas a que se enfrentaría cualquier intento de transformación social, o la resistencia que nosotros mismos ya mostramos ante propuestas frente a la emergencia climática que inevitablemente afectarán a nuestro modo de vida. Sea de forma ordenada o impuesta por las circunstancias, lo cierto es que estamos abocados a importantes transformaciones que no serán fáciles y sin un cambio profundo de mentalidad encontrarán mucha resistencia. Ya hemos visto la respuesta cuando alguien sugiere limitar los viajes en avión o el consumo de carne, y eso solo es el principio. Como dice Segismundo, ve y dile tú a la gente que se olviden del sueño de ir de puente a Nueva York. Aunque la mayoría nunca vaya a tener posibilidad de hacerlo, quieren mantener ese sueño y muchos otros que tal vez no sean ya sostenibles.

Pero sí que es una novela que cree radicalmente en la esperanza y que apuesta por la colaboración y por la necesidad de hacer concesiones para cambiar las cosas, porque lo que está claro es que un futuro mejor no es compatible con seguir viviendo como lo hemos hecho hasta ahora…

Toda propuesta que haga viable el futuro, viable en términos ecológicos y sociales, pasa por replantear necesidades y deseos que hoy son insostenibles. Vivir con menos, por decirlo con todas las letras, aunque habitualmente usemos giros y eufemismos. De lo que se trata es de que ese vivir con menos se convierta en vivir mejor con menos. Nada fácil. Pero tampoco hay alternativa mejor. Y yo me niego a aceptar el colapsismo, la resignación y el sálvese quien pueda, o que la crisis climática nos acabe llevando a alguna forma de ecofascismo. Porque no es tarde. No tenemos mucho tiempo, es urgente, pero todavía estamos a tiempo.

Es curioso, porque todo lo que en la novela parece más descabellado, como las empresas que están haciendo negocio con los búnkeres, está inspirado en la realidad. ¿Qué aspectos de la novela están sacados de la realidad y cuáles son ficción?

Este futuro tan cercano y reconocible de la novela está construido casi en su totalidad con realidades presentes que me he limitado a ampliar. En su aspecto más negativo, como la venta de búnkeres particulares, que ya es una realidad no solo en Estados Unidos, si bien limitado por ahora a rentas altas. Pero también por el lado más optimista: todo aquello que en la novela puede sonar utópico existe ya aquí y ahora, solo que a una escala más modesta. La propuesta que se abre paso en la novela está inspirada en formas de vida comunitaria que algunos ya están poniendo en práctica, aunque sea a pequeña escala: sistemas de generación distribuida de energía que ya funcionan en algunos barrios, pueblos o colegios públicos; formas cooperativas de trabajar, producir y consumir, que hoy son la excepción pero existen; o iniciativas de ayuda mutua, de cuidados y vida comunitaria, que ya aplican muchos colectivos. No solo quería ser realista: sobre todo intento que seamos conscientes de que esas posibilidades transformadoras no exigen un gran esfuerzo de imaginación: están ya aquí. Hay mucha gente trabajando en ese futuro, sin esperar a ninguna revolución.

Es interesante cómo muestras el perfil de tres pillos de tres generaciones distintas que, además, tienen una relación muy particular: a veces está claro que se quieren, otras parece que solo los mueve el interés. ¿Hasta qué punto te interesaba explorar la relación padre-hijo de manera alejada de la estampa tradicional de familia?

Si en la novela hay una distopía, esa es una distopía presente, no futura: la distopía del emprendimiento. Los hombres «hechos a sí mismos», la búsqueda obsesiva del beneficio, la vida en términos de éxito o fracaso. Como los tres Segismundos vienen de abajo y se estrellan una y otra vez, los llamamos pillos; pero cuando triunfan los consideramos «emprendedores», modelos de éxito. Quería contar una saga familiar en clave empresarial, en la que padres e hijos se relacionan como si se sentasen a la mesa de un consejo de administración. Y hacerlo no desde el retrato habitual de familias poderosas que se desangran shakesperianamente en intrigas, traiciones y herencias, sino mirando a todos esos desgraciados que aspiran a lo mismo pero que se estrellan por abajo sin tanta épica.

En los tres personajes está muy marcado el concepto de ascensor social y hay también cierto rencor de clase. «Todo el mundo sabe que los niños triunfadores vienen ya triunfados de casa», dice Segismundo en un momento. ¿Era importante para ti que la novela estuviera atravesada por la condición social de sus protagonistas?

El rencor de clase es siempre un buen motor narrativo, y la desigualdad creciente nos ha vuelto a todos rencorosos. Esa convicción de que la meritocracia está viciada de origen, que la familia y el patrimonio siguen siendo decisivos y que los mejores puestos no se consiguen en entrevistas de trabajo ni acumulando másteres. Y que la auténtica conciencia de clase es la de quienes más tienen, que son solidarios con los suyos, mientras dejan caer a los desclasados que tropiezan. Segismundo García es un animal herido y ladra su rencor contra el mundo entero.

Otra elección llamativa en la novela es que se desarrolla en 24 horas.

Siempre me han gustado las novelas llamadas «circadianas», esas que concentran la acción en un solo día, intenso y que a la vez funciona como panorama de una vida entera. Mrs. Dalloway, claro. Sobre todo tenía en mente aquellas que implican un viaje, una odisea urbana que siempre es interior. El Ulises como mejor ejemplo, aunque tenía más presente al nadador de Cheever que intenta volver a casa de piscina en piscina, evocado en la primera línea de la novela.

«Me gusta esa imagen del tesoro enterrado», le confiesa Segismundo a su padre en un momento de la novela. Es esta, también, una novela sobre la búsqueda de un botín enterrado

Sí, el «lugar seguro» del título no es solo un refugio, un escondite, sino también ese sitio donde ponemos algo valioso a buen recaudo. Como Segismundo, todos tenemos un tesoro por encontrar. Me gusta esa polisemia del lugar seguro y todo ese mundo subterráneo que abre.

Como decías antes, la novela es un intento de demostrar que la ficción puede imaginar un futuro que no sea distópico. En los últimos tiempos, las únicas ficciones futuristas son invariablemente apocalípticas, y todo siempre va a peor. ¿Hasta qué punto querías romper con esta dinámica y ofrecer un futuro cercano, completamente reconocible, donde todavía hay margen de maniobra para mejorar y salir bien parados?

Hace poco supimos que el Gobierno francés había encargado a una decena de escritores y guionistas de ciencia ficción para que anticiparan escenarios futuros de conflicto, y así preparar al ejército ante amenazas inciertas. «Hay que atreverse a pensar diferente, creer en lo imposible, imaginar lo inimaginable», dijo la ministra de Defensa. No era necesario. Le habría bastado ir a una librería o echar unas horas viendo series y películas. La distopía se ha vuelto rutinaria en la ficción y, como tal, inofensiva, una vez desactivada su capacidad de alertar sobre conflictos y miedos presentes. De modo que lo único que consigue es volvernos conservadores: virgencita, que me quede como estoy. El punto de partida del libro, ideado en los primeros meses de pandemia, era ese: ¿podemos imaginar un futuro que no sea distópico? No ya utópico, simplemente que no sea peor que el presente. Es una forma de reapropiarnos del futuro: asumirlo como nuestra responsabilidad, no un guion de Hollywood.

Finalmente, ¿qué papel desempeñan las mujeres en la novela? Da la sensación de que, frente a unos personajes masculinos egoístas y preocupados por el sálvese quien pueda, son ellas las que hablan de cuidados, de ayudarnos unos a otros, de compromiso.

Es intencionado. Los personajes que cuestionan la narración e impugnan la mirada descreída de Segismundo son todas mujeres. Por un lado, quería que la saga familiar fuese de varones: abuelo, padre e hijo, los tres emprendedores, los tres pillos. Y en contraste, tres mujeres, de distintos orígenes y edades, mostrando ese otro mundo posible al que se resisten los muchos Segismundos que nos rodean. Supongo que espero mucho de esa generación de jóvenes, sobre todo mujeres, que hoy se moviliza contra el cambio climático o coloca en el centro de la agenda los cuidados y el cambio de modelo de vida.

 

*Contenido original proporcionado por la editorial Seix Barral

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